miércoles, 23 de septiembre de 2009

Palabras sobre la Histeria.


Ahora, Jimi Hendrix, está tocando la guitarra con la boca. Un poco después, se tapará los ojos con el brazo derecho y con la mano izquierda, en el puente de la guitarra, hará sonar la melodía de Stranger in the Night, la que cantaba Franck Sinatra. Sacará la lengua y la agitará en un claro gesto obsceno. Y volverá a tocar los acordes de Wild Thing, para después cantar la última estrofa. Sobre el final hará una calculada puesta en escena: primero simulará tener sexo con su propia guitarra y el amplificador de la guitarra; en segundo lugar, tratará de romper la guitarra contra el suelo – varias veces la golpeará contra el escenario como si se tratara de un hacha o de un palo-; y en tercer lugar, tirará querosén sobre el instrumento, y lo quemará, componiendo una pantomima que recordará un rito mágico, religioso o druídico; no importa de qué tipo de rito se tratará, para el caso es lo mismo: veremos a un tipo melenudo, algo ido, arrodillado, vestido con una camisa tipo Luís XV, pantalones rojos, botas con tacos, collares, un chaleco negro, delante de su guitarra hecha pedazos, como si estuviera adorando las ruinas o los restos de alguna diosa de la fertilidad. Este es el final de un concierto que durará apenas treinta minutos. Y en ese tiempo, Jimi Hendrix, sacará a pasear todos sus trucos: se contorsionará hasta deshacerse, hará gemir a su guitarra como si su guitarra fuera la amante obediente de un sádico que lo único que quiere es que la dejen en paz, y cantará algunas de las mejores canciones de Bob Dylan como si él mismo las hubiese escrito la noche anterior. Estamos en el Monterrey Pop Festival y es el atardecer del domingo 16 de junio de 1967. Tiempo después, se recordará esa actuación como la primera actuación en la que Jimi Hendrix dejará en claro por qué es considerado como el primero y el ultimo icono del guitarrista de Rock: barroco, encantador, infantil, obsceno y genial.

jueves, 17 de septiembre de 2009

El goce de la mujer.


En 1964, Billy Wilder filma uno de sus pocos fracasos comerciales, Kiss mi, Stupid. El año anterior había hecho un rotundo éxito: Irma La Dulce. Hoy, vistas a la distancia, parecen una película en dos partes. O mejor, la trama y el revés de una sola película. La última cuenta una anécdota transitada: la historia de amor entre una prostituta y un policía sin trabajo. Aun admitiendo que Billy Wilder pueda ser acusado casi de cualquier cosa, nadie lo trataría de ingenuo. Siempre supo retorcer sus argumentos hasta un punto en el que la liviandad y el cinismo conviven con una amabilidad inquietante. Irma no es la clásica prostituta de Hollywood, aquellas mujeres que viven su quehacer con una indignación un tanto artificial. O pretendiendo ser una nueva versión de la Santa Magdalena. No, eso no sería digno de Wilder. Irma, en cambio, quiere su oficio, le gusta ser puta. En ningún momento se le pasa por la cabeza que lo que hace suponga algún tipo de reproche moral. Por su parte, Nestor Patou, el policía, tampoco es un héroe, ni un antihéroe. En todo caso, es un desgraciado, un común y previsible desgraciado. Me arriesgo a decir que sin la exuberante actuación de Jack Lemon, Néstor Patou sería un personaje simple, prescindible, idiota. A Irma, en cambio, Shirley Maclaine la convierte en alguien tan adorable como sexy.
Pero como dije, lo que hace de esta película una película wilderiana, es su trama: Patou es un policía ingenuo y escrupuloso. Y su escrupulosidad lo lleva al desempleo: ordena la detención de todas las putas (clientes incluidos) del prostíbulo de la ciudad. El asunto es que entre los clientes se encuentra su propio jefe, el comisario. Patou, sin trabajo, llega a un bar. Y se enreda en una pelea con un tipo. Lo que no sabe Néstor es que ese tipo es el chulo de Irma La Dulce, la prostituta más cotizada del barrio. Tampoco sabe que si logra vencer al chulo, automáticamente, se convertirá en el chulo de Irma. Siguiendo el estilo vodevilesco del primer Chaplin, Wilder logra en apenas cinco minutos, transformar la vida de Néstor: de tonto vigilante a desempleado sin destino, y de desempleado sin destino a tratante de blancas. Pero esto es sólo el prólogo de la película. O si prefieren, la manera que encontró Wilder de repartir las cartas del relato. Acto seguido, viene el verdadero conflicto, ahí donde Wilder quiere poner el dedo.
Néstor está enamorado de Irma; Irma está enamorada de Néstor. El amor, sin embargo, no es el problema, el problema es algo más prosaico. Para Irma el amor es una cosa y el trabajo otra. En una palabra: ella siente orgullo al llevarle plata a Néstor, su nuevo chulo, después de una larga jornada. Para Néstor, en cambio, es una desgracia: no sabe cómo lograr que su mujer sea de él sin ser de otros. La angustia lo empuja a crear un plan. Si un cliente paga todo el dinero de muchos, razona Patou, no hay necesidad de trabajar tanto. Entusiasmado con la idea, agrega: si ese cliente millonario soy yo, o un personaje interpretado por mí, mato dos pájaros de un tiro: tengo a mi mujer y mi mujer sigue con su trabajo.
Néstor Patou, entonces, interpreta el papel de un millonario inglés que pide exclusividad como cliente. Está dispuesto a pagar lo que Irma gana en una semana a cambio de ser único. Irma acepta, entusiasmada. A continuación se crea un típico círculo waildereanos: Irma atiende al inglés (que no es otro que el mismo Néstor disfrazado). El inglés paga el dinero equivalente a una semana de trabajo. Irma le da ese dinero a Néstor. Y Néstor, para pagarle a Irma como el inglés millonario, se ve obligado a trabajar por las noches en el mercado de carnes y verduras. A Néstor le resulta imposible mantener ese ritmo de vida. Y ese cansancio, al poco tiempo, se muestra en la relación con Irma. Irma quiere estar con su hombre, pero su hombre no da más, el cuerpo no aguanta, se duerme en todas partes. Irma, por consiguiente, sospecha de Néstor. Cree que la engaña. Así, encuentra en el ingles aquello que no encuentra en Néstor, comprensión. Al final, Néstor cae preso de su propia trampa: su mujer se enamora del personaje que el mismo interpreta. Para salir del paso, lo único que se le ocurre es asesinar al inglés. Como es de esperar en una película de Wilder, un policía, entonces, comienza a investigarlo. El final de la película es lo más tormentoso: todo el tropel de personajes asiste al simulado velorio del supuesto inglés. Y entre los presentes, ¿quién se encuentra? Alguien que dice ser el inglés.
La trama es impecable. El éxito de la película hizo que Wilder volviera a intentar por el mismo camino. Pero invirtió los tantos. Si en Irma La Dulce vemos cómo una puta se convierte en señora, y a su hombre haciendo hasta lo inimaginable para mantener a las dos, en Bésame, tonto vemos exactamente el reverso: una señora convirtiéndose en puta, y a un hombre queriendo desentenderse de las dos. Esto, por lo que sucedió, parece menos popular que lo primero.
Una vez más, el problema no es el amor. Spooner es un músico de un perdido pueblo americano, Clímax. Zelda, su mujer. En apariencia Spooner no tendría de qué quejarse: su mujer es linda y un ama de casa ejemplar. Spooner se gana la vida como profesor de piano, aunque su verdadera pasión sea el difícil arte de escribir canciones. Y lo hace con notable calidad. Pero quiere, como todo creativo que no le llegó su momento, ser popular: conseguir que un cantante famoso interprete una de sus creaciones. El asunto se precipita de golpe, y de manera un tanto azarosa: Dean Martin (haciendo de sí mismo) llega al pueblo para cargar nafta. Es ahí que Spooner y su mejor amigo (el dueño de la estación de servicio del pueblo) ven ante sus ojos una oportunidad irrepetible. Si Dino oye una de tus canciones, le susurra su amigo a Spooner, seguro va a querer interpretarlas. Y si las interpreta, prosigue Spooner, nos salvamos. Comprende, entonces, que lo que necesita, sobre todo, es tiempo. Tiene que lograr que Dean Martin se quede en el pueblo. Al menos una noche. Ahí nomás, el amigo de Spooner simula un desperfecto en el auto de Dean Martin. Dean Martin, ajeno al mecanismo de un motor, acepta el diagnóstico. El amigo de Spooner, entonces, exagera la nota: dice que el auto estará listo recién la mañana siguiente. Spooner, sin vueltas, invita a Dino a pasar la noche en su casa.
Una de las perlas de esta película resulta el propio Dean Martin interpretando a su alter ego: Dino. Dino es un cantante melódico de éxito. Lo que significa un cuarentón, medio tonto, buen mozo, alcohólico, y maniático sexual. Como es de esperar, este detalle, para Spooner resulta un problema. Entiende que Zelda, su bella mujer, es un bocado que Dino no va a dejar pasar. Pero además, conoce a su mujer. Sabe que ella tampoco va a dejar pasar una noche con el ídolo de su adolescencia. En una clásica secuencia de malentendidos, Wilder consigue mostrarnos la desesperación de un marido por el peligro que trae tener una mujer atractiva, primero; la decadencia de un hombre exitoso, segundo; y tercero, la existencia tediosa en un pueblo perdido.
Spooner, entonces, idea el siguiente plan: despachar a Zelda a la casa de sus padres, y contratar una prostituta capaz de interpretar el rol de esposa. Provoca una pelea con Zelda. Zelda, enojada, se va. Entonces aparece en escena Polly, la puta del pueblo. Por cierto, no es cualquier puta, es Kim Novak. Lo que quiere decir, un cuerpo implacable, tal vez irresistible. A partir de ahí la historia entra en un terreno donde la comicidad y el cinismo conviven con la despreocupación a la que Wilder nos ha habituado: Dean Martin, borracho, más que un seductor, resulta la parodia deslucida de un seductor. Polly, por su parte, no consigue cumplir el papel en la trama. O al revés, encuentra que el lugar de ama de casa no solo le gusta, si no que, además, no puede dejar de interpretarlo hasta el más mínimo detalle. Spooner toca sus canciones en el piano. Dean Martin, más borracho aún, sólo quiere hundirse en el escote de Polly. Pero Polly se resiste: está enamorada de Spooner. Zelda, la mujer de Spooner, cuenta su odio a los padres. Dice que su marido es un desgraciado, alguien que no valora lo que tiene en casa. Despechada, sale de la casa de sus padres y termina en el único lugar en todo el pueblo en donde se puede tomar una copa: el bar donde trabaja Polly. No pasa mucho tiempo hasta que toma unas copas de más. Mientras tanto, Dean Martín, comprende que no va a poder conseguir el cuerpo de Polly. Y se va, prometiéndole a Spooner interpretar sus canciones. Spooner y Polly, entonces, pasan la noche juntos.
Zelda, mareada, pide un lugar donde recostarse. La dueña del bar le ofrece la cama de Polly, que esa noche no trabaja. Zelda se tira. Al rato, Dino entra al bar. Como es de suponer, termina en la cama con Zelda. Zelda lo reconoce. Y pasa la noche con el héroe de su adolescencia. Al día siguiente, Dean Martin se va. Pero antes, le paga a Zelda lo que le corresponde por una noche de placer. Zelda recibe el dinero. Tal vez agradecida.

lunes, 14 de septiembre de 2009

El porvenir de una ilusión.



Habrá sido un arcano: Zeus silbando esa melodía hierática de la violencia. O no, tal vez, a la par que se ataba a Dionisio al muslo, en ese memorable y glorioso acto, dejaba caer lágrimas por sus mejillas, como si un dios pudiera estar deprimido. Habrá sido una publicidad: una mujer de pechos apacibles, como dijo el poeta, enchastrándose el cuerpo con barro, o con bosta de vaca. Y un público azorado, sin poder dejar de sentir lo que se siente cuando se ve a una mujer de pechos apacibles enchastrándose el cuerpo con barro o con bosta de vaca. También pudo ser otra cosa: un muchacho descuartizado por la ideología. Unos lo quieren arriba del escenario – lo agarran de los pelos, de la camisa, del cuello, de donde sea -; otros, lo quieren salvar- lo agarran del pantalón, de los pies, de los zapatos, de la cintura-. El muchacho duerme. Es increíble pero duerme. El muchacho, ese muchacho que vemos ahí, a punto de ser despedazado, ese muchacho, duerme. ¿Qué habrá sido?, se pregunta el ciego que ahora cruza la verdea. Habrá sido un destello, piensa el ciego: como si un insecto se metiera por el agujero de la nariz y escarbara, sin piedad, hasta llegar hasta quién sabe dónde. O puede que haya sido un simulacro, una puesta en escena: dos ejércitos se enfrentan. Unos, con uniforme púrpura y plateado, empuñan lanzas mientras gritan los gritos de combate. Otros, vestidos de negro y marrón, tienen espadas y puñales. Estos no gritan; permanecen silenciosos. O con miedo o con sabiduría, no se sabe. Los dos ejércitos están separados por unos cincuenta metros. Los de púrpura y plateado están sobre la colina, los otros, en el llano, de espaldas al río. Alguien da una orden. Es probable que sea uno del ejercito silencioso. Y esa orden es como un piedra libre. Todos corren – desesperados; tiernos y desesperados. No pasa mucho tiempo, apenas dos o tres minutos. Y se oye, con claridad, el choque metálico de las armas. Un alarido. El filo de una lanza entrando en la carne de un cuerpo. El golpe de los escudos. Al rato, todo se confunde. En esa mañana, esa mañana fría en la que el sol apenas alcanza a derretir un poco el hielo de la escarcha, esos dos ejércitos, como si fuera un simulacro o una puesta en escena, se trenzan, confundidos, en una orgía de cuerpos, gritos y sangre al punto que ya nadie puede saber quién en quién.

domingo, 13 de septiembre de 2009

El fracaso de lo inconsciente es el amor.


El odio. Sobre todo: el odio. Ellos lograron civilizarlo. Despiojar sus plumas sin necesidad de insecticida, con las manos, así: agarrando la pluma, buscando el piojo, sacándolo, clavándole las uñas para que reviente. Fue así. Porque entre hombres, siempre, hay odio. Ellos pudieron, mal que nos pese, pudieron hacerlo. Tal vez por eso, rían. De eso, ríen: saben, ellos saben, ellos supieron, lo supieron desde el primer día. Eran chicos: Lennon cantaba en el escenario vestido como si fuera un vaquero infantil y ridículo; McCartney estaba entre el público. Después, se juntaron en los bastidores, atrás del escenario. McCartney agarró una guitarra, pero la agarró al revés de cómo se agarra una guitarra: con el puente hacia la derecha. De todos modos, lo que impresionó a Lennon no fue eso, si no la voz: McCartney sabía imitar todas las muecas de Little Richard, ese falsete rasposo que por ese entonces hacia chillar a las colegialas. Entonces se odiaron. Lennon odió la facilidad musical de McCartney; McCartney odió el carisma de Lennon. El odio no es como el amor: el amor es ciego. El odio es lúcido: un destello frágil de luz que se desparrama sobre la superficie y nos hace ver, de pronto, el contorno secreto de las cosas. Ellos se odiaron. Toda la vida lo hicieron. A Lennon lo mataron un 8 de diciembre de 1980, por la madrugada. Y es probable que a McCartney la noticia, lo haya puesto contento. Seguro, pensó: listo, me saque un peso de encima. Pero se equivocó de cabo a rabo.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

La esquizia del ojo y de la mirada.


The seven year itch se filmó en 1955. Es difícil saber si Billy Wilder supo qué era lo que esa película terminaría por provocar. Y no me refiero a la película en sí (que aunque es entretenida y graciosa, no es de las mejores), me refiero a otra cosa: en esa película Billy Wilder inmortalizó la imagen de Marilyn Monroe. Es apenas un plano. Y hoy por hoy es la imagen que hace de la actriz norteamericana un icono de la cultura popular: se trata de la imagen en la que se ve a Marilyn sobre la reja del subte, con el vestido blanco volando, y a Tom Ewell a su lado, con las manos en los bolsillos de su pantalón, un poco tirado hacia atrás, queriendo espiar qué esconde Marilyn debajo del vestido. Esa toma se filmó en Nueva York; exactamente, en la esquina de Lexigngton Avenue y la calle 51. Y la presencia de Monroe en la calle suscitó un escándalo de curiosos. Dicen que cerca de cinco mil personas se apelotonaron alrededor. También dicen que a los técnicos que sostenían el ventilador debajo de la reja del subte, los sobornaban con jarras de vino para echarse una mirada. Dicen que Billy necesitó más de quince tomas para lograr la imagen que pretendía, y que por cada prueba, la muchedumbre rugía: ¡más arriba! ¡más arriba! Dicen que, entre los técnicos, un poco escondido, terriblemente nervioso, se encontraba Joe DiMaggio, el marido beisbolista de Marilyn. Dicen que Joe DiMaggio no soportó la humillación y se mandó a mudar antes de que la grabación finalizara. Dicen que Billy estaba desencajado. Hoy vemos esa foto multiplicada hasta el hartazgo. Y nada de aquella intensidad que transcurría alrededor de Marilyn (los cinco mil tipos, Joe DiMaggio, los técnicos, Billy Wilder) puede percibirse.
Solo ella.

domingo, 6 de septiembre de 2009

De las estructuras conceptuales.



Es el rey, ¿quién puede decirle que no? Elvis pide una audiencia secreta con el presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon. Son las 9:30 de la mañana y es el 21 de diciembre de 1970 – los fundamentos que sostiene un edificio conceptual parecen temblar a cada paso: la rigidez genera parodia involuntaria -. Elvis tiene 35 años, y le restan siete de vida. Nixon, es diferente: es un hombre maduro de 57 que vivirá hasta los 81. Elvis, esa mañana, esta empastillado hasta la medula, de modo que en su cara se pueden ver los signos de su amor por los barbitúricos: los ojos vidriosos, idos, los cachetes un poco gordos, ojeras, y un aspecto de estar en otro planeta -, si un concepto entra con honor en el museo de lo establecido se convierte en un asesino aristócrata, como Jack, el destripador: ahora queremos justificar sus tropelías con tal de seguir manteniendo su vigencia -. Los asesores de Nixon, en un principio, no saben cómo tomar el pedido del astro. Algunos llegan a suponer que se trata de una broma de mal gusto. Es que Elvis quiere entrevistarse con el presidente de los Estados Unidos con un fin preciso: quiere una placa de agente federal. Elvis quiere ser agente secreto del gobierno. Elvis quiere investigar el ambiente de la música. Está preocupado por el avance de la cultura hippie, la ideología izquierdista de los estudiantes demócratas, el comunismo y los movimientos de defensa de los derechos para los negros. Son preocupaciones que comparte con Nixon – un concepto puede perder vigencia pero seguir teniendo encanto: la elegancia de ciertas hipótesis importan más por su forma que por su utilidad-. Elvis y Nixon no tienen nada en común, más que una visión un poco obtusa sobre los problemas de su país y del mundo. Nixon es un político inteligente, además de un canalla. Elvis es un tipo simple (dije simple, no sencillo). Y esa simpleza termina siendo caprichosa y por eso mismo, ofensiva. De modo que cuando se dan la mano en el salón oval de la Casa Blanca, en esa mañana de 1970, en esa mañana surrealista, cuando se dan la mano y los dos posan para la foto, se nota, con claridad, la distancia que hay entre ellos: uno, Elvis, mira la cámara como si supiera el chiste que está montando; otro, Nixon, mira con algo de incredulidad y con ganas de pasar a otra cosa – un concepto se aniquila a si mismo, cuando su elegancia y encanto quedan a la vista de todos, como si estuviera en una vidriera de la Quinta Avenida-. Elvis llego a la Casa Blanca con una carta escrita a mano. Una carta de tres carillas escritas en hojas con membretes de un hotel. Es una carta en la que Elvis explica sus propósitos. Y de ese modo, sin darse cuenta, muestra su visión del mundo. Elvis piensa lo mismo que piensa el ciudadano norteamericano promedio: que el sistema de vida de Estados Unidos es algo eterno y perfecto; que cualquier gesto de sofisticación es un atentado a ese mismo sistema. Esa mañana, además, Elvis le regalo a Nixon una pistola Colt 45 con ocho balas de plata – a lo mejor los conceptos se muestran desnudos ahí donde menos lo esperamos: en esos instantes fugaces en los que, orondos y patéticos, quieren mostrar todos su artificiosidad al mundo-.

La sutileza de la pulsión


Agita la melena y su barba, el hombre. Y el cansancio irreprochable se hace oír. Padece una hombría enfermiza, el hombre. Aunque no solo eso. Si se atreviera. Sería, el hombre, un maricón sableado por la dialéctica y un mito. Sería, el hombre, un silbido que se esfuma en la esquina. Sería, el hombre, una mujer. Si no fuera lo que ya sí es, aquel hombre.

Eleva el fusil al cielo, el hombre. Lo hace conociendo el gesto. Entre una multitud (una multitud que espera paciente sin saber nada de lo que rápidamente está por venir sin adivinar lo que aquella miseria terminará por parir) que lo ama de manera incontinente. Pero no solo. Sería, el hombre, un llanto agudo irrumpiendo, poderoso, en la mesa menos tierna. Sería, el hombre, un aria. Sería, el hombre, un humilde ciego, sin ínfulas de porvenires. Camuflado en retóricas iconoclastas, inconsistentes.

Y es su clara transparencia; eso: un ladrido impotente, solemne (fatalmente solemne) que derrama saliva de a gotas. Y es el verde oliva; aburrido. Y es el fusil. Y su coherencia; eso: una tarde de domingo masticando frases hechas.

Su voz parece un clarinete ensombrecido; habla. Pero no solo eso. Sería, el hombre, charton heston gigante en la pantalla.

Y es que el hombre, ahora, perdió esos ojos que parecían engañar a dios. Ahora toma un mate tras otro. Y fuma un cigarrillo tras otro, el hombre. Y se detiene a pensar lo que no pensó nunca: en sus hijos, en su mujer, en la televisión.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Dévodi.



A las dos de la madrugada suena el primer balido: de pronto es agudo, de pronto es grave. Sale de la boca de su estómago y cada tanto se atora. Dévodi, entonces, tiembla. Y una corriente eléctrica pasa de la cabeza a los pies; parece una anguila. Al rato, suena otro balido pero ahora es menos importante que el anterior. De hecho, apenas se oye. Ella, a su lado, no consigue dormir. Dévodi infla su panza, la garganta gorgorea y la boca se abre, ahora ya no es un balido, ahora es un eructo, un eructo que se arrepiente y entrecortado queda en la punta de su lengua, como si no se decidiera del todo a salir. Ella sigue igual, con los ojos abiertos, mirando el techo. Se incorpora, sorprendida del silencio. A su lado, Dévodi sigue: sube, baja; baja, sube. Ella vuelve a recostarse; está cansada. Cierra los ojos. Se duerme. Y en medio de un sueño mezquino algo la despierta: otro balido. Mira a su izquierda. Dévodi sigue ahí: sube, baja; baja, sube. Dévodi, ahora, abre la boca. Y el balido vuelve a salir pero ahora es agudo: una locomotora a vapor, una puerta abriéndose, el pulmón de un asmático. A lo lejos, perdido, se oye un reverbero de aljibe. Ella, intrigada, se acerca a Dévodi. En la penumbra, vuelve a oír el reverbero de aljibe. Ella, ahora, acerca su ojo a la boca de Dévodi. Y el reverbero de aljibe - que una vez más vuelve a sentirse como si la garganta de Dévodi fuera un pozo metafísico - no parece amenazante. Tal vez por eso, ella no se hace a un lado, ni tampoco intuye lo que viene. Es ahí, en ese instante, cuando de adentro mismo de la garganta de Dévodi, un chorro negro de agua, sale con la furia de mil potros, golpeándola, ahogándola y haciendo que ella escupa, casi vomite, salga de la cama, reconociéndose en el espejo de la cómoda- ve su cara, el pelo negro mojado, parte de su cuerpo -. Entonces se da vuelta, mira a Dévodi. Sigue ahí, todavía: el agua negra sale de su boca; es un chorro inaguantable que sube hasta las aspas del ventilador y se abre para todos lados mojando la colcha, el piso, la cómoda de madera, el espejo, las paredes. De golpe, Dévodi se incorpora en la cama. Y ahora, el chorro da contra el televisor. El cristal de la pantalla revienta en mil pedazos. Ella se apura: corre hasta donde está Dévodi y le pone una mano en la boca. Quiere detener el agua negra pero el chorro parece tener vida propia, y por entre sus dedos encuentra cómo salir: es una estrella que gira sobre si misma, salpicando las paredes, la cortina, el armario. Ella piensa que cualquier cosa que haga no tiene ningún sentido. Se aleja, entonces, asustada o resignada, hasta la puerta. Ahora Dévodi es un buda que larga un chorro de agua negra por su boca como si fuera una fuente de bronce o un lobo marino que alguien dejó ahí olvidado y que espera, impertérrito, que alguien venga a desconectar su mecanismo. Y de hecho, ella, por un rato, se queda así sin saber si salir corriendo o gritar. Hasta que sucede el milagro. En rigor, no es un milagro. Pero sucede como si lo fuera. De pronto, sucede. Y ella suspira. Tal vez aliviada, o triste, o alegre. Es decir: de golpe Dévodi deja de escupir el agua negra, y es difícil adivinar cual puede ser el sentimiento de ella: se queda ensimismada, el hombro contra el marco de la puerta, algo ida, sin reaccionar. Dévodi, por su parte, tiene los ojos vidriosos, petrificado, mirando quien sabe qué, todavía con la boca abierta. De la comisura de los labios, cae, un poco así como si fuera una despedida melancólica, un hilo de baba que se desparrama sobre el cuello de la camisa del pijama y termina goteando sobre la colcha. Ella se queda mirándolo durante unos minutos. Uno, dos, tres, y hasta cuatro minutos. Y en ese tiempo da la impresión de que ella y Dévodi decidieron quedarse quietos, tranquilos y quietos. Tal vez componiendo un cuadro que nadie dudaría en titular como después del desastre. Pero ella reacciona, por fin. Va hasta la cocina. Agarra un trapo de piso, un balde, y un secador. Vuelve. Y mientras Dévodi sigue ahí - todavía sentado en la cama con la boca abierta esperando no se sabe que cosa -, ella, sin más, se pone a arreglar el cuarto: junta los vidrios de la pantalla del televisor. Los mete dentro de una hoja de diario, y lo tira a la basura. Después, pasa el trapo, limpiando el agua negra que escupió Dévodi. Una vez que termina con el piso. Trata de limpiar los muebles, las paredes, el ventilador, el armario. Pero la tarea no resulta sencilla, por el contrario: el agua de las paredes no se seca con el trapo, mas bien se desparrama, la madera de la cómoda, sigue húmeda y ella supone que va a tener que sacarla al sol. Otro tanto, sucede con el ventilador: las aspas formaron como un fango medio asqueroso entre el agua y la mugre, de modo que cuando ella pasa el trapo, ese fango antes que limpiarse se distribuye mas todavía a lo largo del ventilador. Después saca la colcha y las sabanas de la cama. Y es curioso, porque Dévodi no se inmuta. Sigue ahí, sentado en el medio de la cama, todavía con la boca abierta y los brazos a los costados, ahora sobre el colchón. Ella le desabotona la camisa del pijama; se lo saca y lo tira, todo mojado y hecho un trapo, dentro del balde. Después hace lo mismo con el pantalón y con el calzoncillo. De pronto, ahora, Dévodi, desnudo, sentado, desnudo: sentado y húmedo, tiene realmente la apariencia de un buda. Ella lo mira y sonríe. Lleva todas las cosas hasta la cocina. Vuelve. Se sienta en el borde del colchón. El sol de madrugada ilumina la habitación, toda la habitación. Ella enciende un cigarrillo. Y lo fuma. Da una pitada, hecha el humo; da otra pitada, hecha el humo. Siempre es lo mismo, piensa. Con este tipo siempre es lo mismo, vuelve a pensar. Siempre es lo mismo, con Dévodi, piensa, siempre termina igual. Ella no llora. No alcanza a llorar, pero en sus ojos se dibuja el brillo de una lágrima.