viernes, 29 de octubre de 2010

Un canto desafinado y ridiculo



· Un tipo desnudo y con el cuerpo cortado, podría pararse en la puerta de la catedral, a la hora en que termina la misa, y pegar un grito. Vomitar. Eructar. Y hasta mear y cagar en la vereda. Este tipo podría hacerlo delante del sacerdote que estaría de pie saludando a los fieles Y delante de una veintena de católicos que, asombrados, no lograrían entender de qué va la cosa. Este mismo tipo, ahora frente el palacio de justicia, justo unos minutos antes de que ingresen los miembros del máximo tribunal, todavía desnudo, podría mostrarles el sexo mientras vocifera una serie de consignas anarquistas. Los jueces, mientras tanto, impertérritos, no lograrían saber qué tipo de sentimientos deberían sentir ante semejante espectáculo. Y aún así, este mismo tipo, ahora un poco cansado de que sus gestos no tengan la respuesta que espera, podría ir hasta la puerta de un cuartel y todavía desnudo, cantar una versión obscena del himno nacional. Este tipo podría hacer todo esto y mucho más: insultar a una monja, limpiarse el culo con la bandera papal, reírse de la hipocresía de los políticos, no sé, este tipo podría hacer todo eso y hacerlo convencido de que lo que hace es un modo radical de cambiar el sistema. Pero este tipo nunca se daría cuenta de su propia ceguera: se sentiría un héroe desangelado cuando en rigor no sería más que un canto desafinado y ridículo en el banquete de los pordioseros.

miércoles, 27 de octubre de 2010

Los días de la sombra de Liliana Bodoc.


Existe una idea cientificista de la literatura. Y conjeturo que el origen de esta idea surge de la experiencia de las vanguardias estéticas. De hecho, la palabra vanguardia sugiere la existencia de al menos dos grupos: los de adelante y los de atrás (con una clara predilección por los de adelante, por supuesto). Hace poco alguien juzgó que las novelas de Vargas Llosa atrasan por lo menos un siglo. Y daba un argumento que suena verosímil; decía: la novela decimonónica, el naturalismo, Balzac y Faulkner se propusieron el mismo horizonte poético que el peruano. Y entre este y los otros parece existir la sensación de estafa que produce cualquier déja vu, en fin: ¿para qué intentar lo que ya hicieron otros? Los más consecuentes con este modo de pensar la literatura, creen que hoy por hoy escribir no es más que un ejercicio lujoso solo para los entendidos de turno: aquellos que pueden reírse del chiste de no tomarse nada en serio, ni siquiera el hecho mismo de escribir. Esta posición no es más que una forma elaborada y vergonzante de conservadurismo. Por suerte siguen apareciendo escritores, simples escritores, comprometidos hasta la medula con su propia y singular manera de entender la literatura, que es una manera de entender la vida. Liliana Bodoc y su trilogía La saga de los confines es un caso de estos. Bodoc escribió una historia en un género literario menor que se llama fantasía heroica. El nombre se inventó a principio del siglo pasado en el medio anglosajón, y quería encuadrar una serie de libros fantásticos que intentaban mezclar dos tradiciones contrapuestas: las peripecias del relato épico (una historia siempre distante, en la que sus personajes son más arquetipos de ideas morales que personajes en sentido propio) y el conflicto humano de la novela moderna (ahora los personajes son hombres y mujeres pedestres, al alcance de la mirada de cualquiera). Ojo, habría que hacer una aclaración: la novela moderna es un derivado de la épica. Cuando digo “tradiciones contrapuestas”, entonces, pienso sobre todo en el lector: el lector de los relatos épicos es un lector fascinado por la integridad de sus héroes, mientras que el lector de la novela moderna es un lector identificado con el conflicto de sus personajes. Volvamos a la fantasía heroica, entonces. Desde sus inicios fue un género popular. Y su popularidad lo convirtió en un fenómeno esquivo a las consideraciones teóricas. A diferencia de otros géneros populares (el policial, por ejemplo) la fantasía heroica nunca logró credencial de prestigio. Y en rigor, a mi modo de ver, esta “desconsideración” de los críticos no me parece injusta. Es un género popular, sin pretensiones y que tampoco es un producto genuino de su época. En consecuencia: ¿por qué la crítica académica debería interesarse por un género periférico? En este punto, vuelvo al principio: Liliana Bodoc escribió una trilogía, La saga de los confines, esto ya lo dije. Lo que no dije es que al menos el segundo libro, es decir: Los días de la sombra, es la ejecución casi perfecta de una obra maestra menor. Y calificar de menor a una obra maestra, además de un oxímoron, es una provocación. Me explico: Bodoc ubica la trama en otro mundo, Las tierras fértiles. Es un mundo agrario, parecido al mundo precolombino. En este mundo hay magos y hechiceros, pero su poder se manifiesta de manera discreta y ambigua. Hay dos o tres pueblos diferentes que de pronto se unifican contra la llegada de un invasor, Misáianes, el hijo de la muerte. Este es el esquema narrativo del que parte Bodoc. Pero su maestría no está en este esquema, que es bastante esquemático, por cierto. Bodoc conoce a los maestros del género y no solo les rinde homenaje, sino que hasta se atreve a corregirlos. De Tolkien aprendió la que tal vez sea la principal lección del género: un mundo imaginario tiene consistencia para el lector, si tiene coherencia lingüística. Bodoc echó mano a la mitología de los pueblos precolombinos y todos los nombres de los personajes están escritos en lenguas que ignoramos pero que percibimos verdaderas: Kuy-Kuyen, Wilkilén, Shampalwe, Kush, Hoh-Quiú, Nanahuatli y otros. Esta coherencia lingüística no es un dato menor. Porque percibimos que esos nombres tienen una raíz común creemos que tienen vida. Después viene la historia. Bodoc, para eso, sigue a la escritora norteamericana Ursula K. Le Guin. Los personajes femeninos son determinantes y consiguen una ternura de la que resulta difícil no sentirse conmovido. Además, hay una clara intención de evocar la complejidad de un mundo que no es más que el mundo humano. Por otro lado, está la escritura. Es una escritura concisa pero de rara belleza. Es una escritura que imita el estilo de cualquier épica, pero con el ojo puesto en el interior de sus personajes, ahí donde una historia se hace carne para el lector moderno. Entonces vuelvo al planteo del principio: Bodoc escribió una obra hecha con delicadeza y convicción poética. Una obra en la que resulta difícil no creer en cada una de sus palabras. Tal vez porque lo que define la verdad o falsedad de una propuesta estética no tenga nada que ver con la adhesión a uno u otro grupo literario (eso sirve más para la historia de la literatura que para la literatura), por el contrario: la verdad o falsedad de un escritor se juega en la fidelidad que un escritor tenga con su propio modo de sentir ese misterio que es el lenguaje.

viernes, 15 de octubre de 2010


Ahora Julián está sentado sobre una banqueta de lona cruda, con la espalda contra la pared, un cigarrillo apagado en la mano, sin saber si quiere fumarlo, sin encenderlo, siquiera, tratando de seguir las palabras que salen de la boca de la mujer que tiene enfrente. La mujer habla. Habla y mueve el cuerpo de una forma que a Julián – que está vestido, todavía, con el uniforme del colegio, con el ridículo uniforme del colegio – decía, entonces: la mujer mueve el cuerpo de una forma que a Julián le resulta, al mismo tiempo, monstruoso y divino. De modo que las palabras de la mujer, para Julián, se transforman en un murmullo repetitivo, sin contenido, algo completamente efímero, como si fuera la aburrida música de una sala de espera. Es que para Julián, con sus diecisiete años recién cumplidos, tener una mujer como la que tiene sentada enfrente es un acontecimiento de una magnitud tal que lo deja sin aliento. O no, justamente al revés: esa mujer, las piernas largas y enfundadas en medias negras de nylon de esa mujer provoca un maremoto sin rumbo en la entrepierna de Julián. Tal vez por eso Julián no escucha, no puede escuchar ni las palabras de la mujer, ni la música que suena a todo lo que da. La mujer habla. Este tipo, dice y señala hacia el parlante que está a su derecha, ¿sabés lo que hizo?, agarró lo mejor de la música negra, la metió en una licuadora, la mezcló con Bach, y la dejó andando, ahí, a la espera de que en algún momento explote la jarra y los vidrios salten en mil pedazos para todos lados.