martes, 21 de septiembre de 2010

La serpiente de Uróboros de E. R. Eddison.


Este libro habla de un mundo que se percibe lejano y completamente extranjero, pero que lleva un nombre pedestre, injustificado: Mercurio. Mercurio tiene algunos puntos de contacto con nuestro mundo. En Mercurio hay demonios, hay brujos y hay duendes. Pero los demonios, los brujos y los duendes hacen y dicen cosas no muy diferentes de las que hacen y dicen los hombres de la tierra. Hay animales mitológicos: mitad caballo, mitad águilas, por ejemplo. También hay una guerra absurda entre dos países igualmente absurdos. La guerra es circular y con razones insignificantes, tan insignificantes que por momentos, uno, como lector, olvida por completo esas razones y solo se concentra en las peripecias de los demonios, de los brujos y de los duendes. En esto, no es muy diferente de lo que sucede con la lectura de los poemas épicos tradicionales: Ulises va de un lado a otro y uno medio que se olvida cuál es el motivo del viaje. En Mercurio, por supuesto, los brujos hacen hechizos. Y esos hechizos logran que los acontecimientos de la trama avancen. A pesar de que en muchos momentos, esos brujos no se muestran muy dueños de su arte. Y tal vez por este matiz, esos hechizos suenan verosímiles: todo arte es una rara alquimia entre azar y razón. Eddison logró lo que unos pocos escritores lograron: dotar de convicción literaria una serie de temas fantásticos que su misma enumeración, asusta. Y lo curioso del caso es que lo logra a pesar del sinsentido lingüístico de los nombres de los personajes. Se sabe, parte del trabajo de orfebrería en un relato fantástico se cifra en la coherencia lingüística de los nombres inventados. En su extenso epistolario, J. R. R. Tolkien, habla cinco veces sobre la obra Eddison. Y las cinco veces señala esta paradoja: dice que es el autor mejor y más convincentes de mundos imaginarios, aunque su nomenclatura sea no solo de segundo orden, sino inepta. Rider Haggard, en cambio, en una carta le escribió: “Qué maravilloso talento tiene usted para la invención de nombres!” Ahora bien, si uno lee de corrido los nombres de los personajes del libro, si ahora, los leemos uno detrás de otro, no solo le damos la razón a Tolkien, sino que nos preguntamos dos cosas: ¿En qué pensaba Haggard cuando escribió lo que escribió?, y ¿Cómo puede ser que Eddison logre ese prodigio: hacernos creer una historia mitológica donde el humus principal de cualquier mitología, es decir: el lenguaje, esté hecho sin coherencia interna y sin casi ningún respeto por la tolerancia poética del lector?

jueves, 16 de septiembre de 2010

La bestia extranjera.


Falta poco.

Será un tornado.

Y arrasará con Norteamérica; con las ciudades de Norteamérica: Denver, Seattle, Portland, Spokane, West Hoollywood, San Francisco, Iowa, Detroit, Wheaton, Boston, New York, Chicago, Memphis, Miami, Irvine, Pasadera, Santa Mónica, Athens, Minneapolis, Columbia, Hampton, Newport, Laurel, Philadelphia, West Allis, Woodinville, Salt Lake City, Albuquerque, Houston, Dallas, Sacramento, San Bernardino, Anaheim, San Diego, Las Vegas, Austin, San Antonio, Asbury Park, Wallingford, Schenectady, Dania, Buffalo, Springfield y algunas más. Sí, por cierto: será un zeppelín cargado de cartuchos de testosterona listos para explotar sobre las cabezas de miles de cuerpos. Los mojigatos levantarán sus dedos, entonces. Se sacarán los sombreros, mirarán el cielo y dirán: la bestia, la bestia extranjera volvió para violar a nuestras vírgenes.

Y será un tornado bello pero efímero.

Durará apenas un parpadeo de lagarto; eso: en un abrir y cerrar de ojos lo que amenazaba ser un Apocalipsis justo y divertido, se convertirá en la taza de té de la corrección política. Y entonces el zeppelín cargado de cartuchos de testosterona se estrellará contra la edulcorada moral del sentido común. Para esa altura, los mojigatos, siempre oportunos, habrán canjeado de ideología; entonces, dirán: bestia, la bestia extranjera, nuestra bestia, bienvenida a la tierra de las oportunidades, esta es tu casa, nuestra casa, donde viven, sin molestarse, una torva y alegre murga de infelices: proxenetas, bandoleros, violadores, tullidos, pederastas, narcisistas, tuertos, barbudos, asesinos, prostitutas y prostitutos, partidarios de Hormiga Negra y fanáticos de la estatua de la libertad.
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jueves, 9 de septiembre de 2010

Un adoquín duro, muy duro te parte la cabeza, Julián.


Sos un mocoso, Julián. Tenés 14, 15, más no. Estás de pie, frente a la vidriera, mirando los discos de vinilo que difícilmente vayas a comprar. A pesar de que hace una hora y media que saliste del colegio, todavía, llevas el uniforme puesto: pantalón gris, corbata azul, camisa celeste y blazer azul. Hace frío, Julián. Y estás desabrigado. El frío invernal te cala los huesos, Julián, y vos, ¿podes creerlo?, vos, Julián, vos estás ahí, como un marmota, solo, mirando no sé qué cosa de esos discos, que están ahí, en la vidriera; en fin: ¿quién te entiende? De pronto, entrás. Hablás con el vendedor. Y no se sabe cómo pero lográs que el gordo se levante, deje el cigarro encendido en el cenicero del mostrador, se acerque a la vidriera, estire un brazo mientras contrae la panza, saque uno de los discos, el que le pediste, seguro, ese, ese que ahora tenés entre tus manos. Lo mirás, Julián, entonces. Ves la tapa: simula ser un diario. Y aunque no entendés ni jota de lo que dice, te das cuenta de que el chico regordete y medio tonto que aparece en la fotografía es la ironía de algo, no sabés bien de qué, pero supones que es algo irreverente, blasfemo. Te gusta creer eso, Julián. Abrís la tapa, después. El diario sigue. Ahora buscas, un poco inquieto, la lista de canciones. Cerrás la tapa, la das vuelta. Nada. Siguen las noticias del diario; eso. El gordo, entonces, te da una mano: ¿querés escucharlo, pibe? Los movimientos tuyos y del gordo se suceden como si fueran el mecanismo sincronizado de un juego en un parque de diversiones: le das el disco, lo agarra, se acercan al mostrador, lo saca, lo pone, lo escuchan. El gordo, entonces, vuelve a su cigarro, mientras te devuelve el disco, un poco ajeno. Y vos, Julián, después de oír el ruido de la púa dando contra los surcos del vinilo, y antes de que suene la música, vos, que tenés la tapa del disco abierta entre tus manos, vos, Julián, de pronto, te das cuenta que ese disco es un disco de rock con una sola canción que ocupa los dos lados, como si fuese una sinfonía o algo así. Eso te gusta, Julián. Te hace sentir sofisticado. No lo sabes, pero es una superchería, Julián: vos te pensás que lo que está por salir a todo volumen por los parlantes es semejante a cualquier sinfonía de Mahler, sin saber que son un puñado de canciones tocadas una detrás de otra. Después suena la música. Y vos, Julián, con tus 14, 15 años, por unos cuantos minutos, y delante de la mirada irónica del gordo, vos Julián, sos feliz, bien feliz, de una felicidad efímera, una felicidad que nunca vas a recordar.

viernes, 3 de septiembre de 2010

Secreta policía, dale, mueve tu cuerpo ahora, entre nosotros, los que vivimos lejos de tu gracia.


Es que la jornada pinta elegante y hay pocos que pueden darse el lujo de estar vestidos para la ocasión. Sumner canta sus dos canciones. Está solo. Agarrado a su guitarra como si fuera el mástil de una balsa a la deriva, con esa convicción. Lo veo y al tipo que tengo al lado, le comento: este sí que sabe lo que hace. Y pienso: la puta, qué barbaridad: esas canciones peladas, solas, con un rasgueo de guitarra que apenas si acompaña, y la voz de Sumner, nada más que su voz aguda, rasposa, que mientras gime frasea cada una de las líneas como si se tratara de un salmo suicida. Después me doy vuelta. Y creo ver algo. Veo a una prostituta debajo de una luz roja. Y a un pobre diablo en una isla, rodeado de miles de botellas con mensajes de otras islas solitarias. Vuelvo a Sumner, entonces. Acaba de terminar sus canciones. Saluda. Y aunque no le creo, sus gestos parecen convincentes: finge humildad como si no fuera conciente del peso de las canciones que acaba de interpretar. Es que Sumner conoce el paño, carajo: su sonrisa vuelve pueril cualquier intento de dandismo.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Ellos cuatro.


Qué habrán pensado en ese instante, ¿alguien lo sabe? Están ahí, a punto de dar un paso hacia el final. Y ellos, ellos cuatro, ¿qué habrán pensado? Ahora, a nosotros, nos gusta creer que no sabían lo que hacían, pero eso es un engaño, rotundo, un modo de disculpar nuestro odio, o de entenderlo. Podemos verlos: están en el estudio de grabación. El aire del ambiente es tan denso que no sería un lugar común decir que se puede cortar con un cuchillo. Es verdad: están furiosos y el aire pude cortarse con un cuchillo. Ellos, están cansado y furiosos. Son cuatro tipos de treinta y tantos que llegaron a ese punto límite que hay en el amor: después está el odio. Es que desde hace unos siete años, prácticamente, viven juntos como si fueran un matrimonio de a cuatro. Al principio, fue el sueño de pibe hecho realidad: fama, mujeres, alcohol, y la adulación siempre sospechosa de los periodistas. De golpe cuatro pibes eran los reyes midas del espectáculo: todo lo que tocaban se convertía en oro. Y no hablamos, solamente, del dinero. Si, por supuesto, era el dinero. Pero había algo más: como un halo que les caía encima, no sabemos: esa sensación de que sí, eran comerciales y vendían millones de discos y llenaban todos los estadios, pero decimos, esa sensación que teníamos todos, esa sensación, repito, de saber que esos tipos, esos tipos que apenas si sabían los dos, tres acordes que se necesitan saber para tocar rock and roll, esos tipo, estaban escribiendo algunas de las canciones definitivas del cancionero de occidente. Eso, ¿se entiende? Hagamos una lista dispar: Eight days a week, You´ve got to hide your love away, We can work it aut, Nowhere man, She said, She said, Happiness is a Warm Gun, Because, y Across the universe. Cualquiera de nosotros daría hasta a su propia madre con tal de ser el autor de una sola de estas canciones. Porque cualquier de nosotros sabe la verdad: esas canciones, el secreto oculto de esas canciones, no está en su complejidad, que no la tiene, está en su rara simpleza, en eso. Son canciones que podríamos haber escrito cualquiera de nosotros. Por eso, los odiamos. Porque ellos, esos cuatro tipos de treinta y tanto, que ahora, en este preciso instante, están a punto de cruzar esa calle, ahora que están cansado, melenudos, sin nada de la inocencia que supieron tener, esos tipo, ellos cuatro, saben lo mismo que sabemos nosotros.