jueves, 18 de noviembre de 2010

Teoría de la vanguardia, de Peter Burger.



Hace un tiempo atrás tuve un primer contacto sistemático con la teoría literaria. Antes me habían interesado algunos textos de teoría literaria pero siempre ese interés era un interés subalterno, es decir: leía teoría literaria porque necesitaba aprender algún concepto que me sirviera para otra cosa. Por ejemplo: a los veinte años leí la famosa compilación de los formalistas rusos de Todorov. Pero lo hice porque quería enterarme algo de los antecedentes del estructuralismo francés. Retomo, entonces: hace un tiempo atrás tuve un primer contacto sistemático con la teoría literaria. Cursé la materia Teoría y Análisis literario en la facultad de filosofía y letras de una prestigiosa universidad de Buenos Aires. De esa experiencia me quedaron muchas cosas importantes, pero hoy quisiera referirme a una. En el programa de la materia, en la bibliografía general – ese apartado, siempre apretado y extenso que parece más una guía telefónica que un compilado de libros para leer – me topé con el título de un libro que despertó una curiosidad brusca y algo injustificada: Teoría de la vanguardia de Peter Burger. Digo injustificada, porque, precisamente, nunca sentí especial preocupación por las experiencias vanguardistas. O en todo caso siempre tuve la sospecha – también injustificada y también brusca – de que en definitiva las vanguardias se trataba de un grupo de muchachotes con ganas de hacer un poco de alboroto. En cualquier caso, cuando leí ese título sentí de un modo absurdo y vago, que ese libro había sido escrito para mí. Y en consecuencia, me puse a buscarlo con cierta insistencia. Era el tiempo inmediatamente posterior a la devaluación, ese tiempo en el que los argentinos nos dimos cuenta de golpe que muchos de los espejitos de colores que comprábamos no solo no estaban al alcance de nuestra billetera, sino que además, no estaban al alcance de nadie. Es decir: fui a las librerías de rigor. Y en todas, recibí una respuesta más o menos parecida: está agotado, te lo puedo traer de España. Lo cual significaba un precio casi absurdo para un libro. Intenté en algunas bibliotecas. Hasta que me resigné a creer que nunca iba a leerlo. Y la resignación – el darme cuenta que ese objeto que tanto deseaba era una quimera - dio lugar a otro mecanismo: empecé a imaginarme cómo sería ese libro. Fue entonces que comencé a concebir imágenes precisas. Pensé que se trataría de un libro de historia. Y como el apellido del autor sonaba alemán, supuse que esa rigurosidad que tendemos a suponer connatural a esa cultura, estaría al servicio de un trabajo exhaustivo en el que se haría una crónica detallada de cada uno de los movimientos de vanguardia. Esta idea me llevó a otra: sería un libro extenso, de hasta casi mil páginas. No sé por qué pero creí entender que este autor no sentiría mucha simpatía por los movimientos de vanguardia. Y que este malestar daría al libro un sabor agridulce y por eso mismo, interesante: de pronto un tipo dedica toda su energía académica a investigar un fenómeno del que se siente atraído, pero del que, al mismo tiempo, siente una antipatía ontológica, incomprensible, en fin: una antipatía que le permitiría penetrar en el fenómeno de un modo más agudo y certero que si lo hiciera con simpatía. Se sabe: el odio es un buen consejero a la hora del análisis. Pensé que sería un libro con imágenes, con muchas imágenes. Es más: creí verlo como uno de esos libros de pintura o fotografía que nunca compro, libros de encuadernación elegante y tapas duras. Quiero decir, en mi cabeza ese libro terminó siendo un poco más que un objeto deseado: era un objeto con existencia propia, algo que vivía por si mismo y hasta imponía sus reglas, como si en algún lugar de mi imaginación existiese un país virtual al que yo visitara buscando lo que solemos buscar cuando visitamos países reales. Hace unas semanas atrás entré en una librería. Y lo encontré. De golpe, estaba ahí, al alcance de mi mano. Lo agarré; lo compré. Después me fui a un bar a leerlo. La decepción dio lugar a otro sentimiento: sorpresa. El libro no era lo que yo esperaba. Tampoco era mejor o peor de lo que había imaginado. En fin: el libro es otra cosa. Y cuando digo otra cosa, lo digo en el mismo sentido que lo decimos para referirnos al sentimiento que tenemos cuando la nursery no entrega por primera vez a nuestros hijos: no tenemos palabras, no las hay, no porque no existan, sino porque todas las que pacientemente imaginamos, esas, esas palabras que fueron habitando nuestra cabeza, todas juntas, caen despedazadas contra el piso, en fin: lo que tenemos en nuestros brazos, eso, esa pequeña porción de vida, es algo contundente, único. Ojo, no estoy exagerando. Leí ese libro de un tirón, al modo en el que leo una novelita de ciencia ficción o de fantasía, con la misma ingenuidad y con el mismo placer culposo. Es un libro de teoría, lo sé. Y como todo libro de teoría, puede ser rebatido punto por punto, es más: podría escribir ese otro libro de teoría que se dedicara a rebatir punto por punto las premisas de este. No nos engañemos: toda teoría no es más que un silogismo en el que su eficacia se juega más en el modo en el que sabe esconder con elegancia sus defectos que en las certezas que tenga para decir. O para no exagerar la nota: son pocas las teorías humanas que puedan eludir esta sentencia que acabo de escribir y seguir guardando en sus puños alguna migaja de verdad, o alguna premisa que su solo formulación nos haga erizar la piel. Es que este libro es un libro de teoría donde por momentos se llega a una intensidad sensual y esotérica, algo que por definición no parece tener nada que ver con ningún tipo de razonamiento o encadenamiento lógico, no, más bien se trata de ese tímido destello que a veces, solo algunas veces, alcanza la poesía.

No hay comentarios:

Publicar un comentario