martes, 15 de diciembre de 2009

Charla con Bachi sobre la subsistencia.

Hay una bandeja con escones,
está sobre la mesa, al lado
de la pava con el agua para

el té. Bachi habla, dice cosas:
un día, Marcos, tendrías que
hacer como los monos, ellos si

que se la pasan de liana en liana,
y zafan, creo, ellos zafan de
tener que darle explicaciones a

cualquier hijo de vecino. Igual,
qué importa, ¿no?, digo: después
dicen que te pasas de escritor,

que te pasas de rosca, digo.
Bachi sirve el té en unas tazas,
me alcanza una, agarra otra.

Doy un trago; da un trago. Y
le respondo: me paso, yo lo sé,
y eso que cumplo con el abc

del protocolo del buen vecino,
pero viste: uno no puede más
que seguir sus enfermedades.

Entonces, Bachi, así, misteriosa
como es, nunca deja de hilar fino
y vuelve a acertar: es que el tuyo

es un problema religioso,
dice
se ve, claro, en el medio de
tu pecho. Como una lucecita

que titila y titila a su
antojo. Y vos, Marcos, vos que no
sabes cómo hacer para volar,

querés y no podés, es eso:
dejarse de joder y largarte,
¿me entendés?, Marcos.

Después nos despedimos, los dos:
Bachi sale y se va para su
casa; yo, me quedo sentado.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Está ahí.

Está ahí
la siento, se huele
y si aparece,
si ocurre ese milagro,
entonces
dice lo que dice una mujer
y mueve su cuerpo como lo haría una mujer.

No sé cuál puede ser su nombre
invento aquellos que me parecen
creo,
dan justo con su tipo
aunque no acierte

huérfano,
la espero.

llevo una mujer adentro.

Breve tratado sobre una mujer (tercera parte).


1
Brilla. Como una magnolia, brilla. Entre mis manos. Con su piel a punto de caerse, como si fuera un reptil. Dejando huellas por todas partes: en las cortinas, en las sábanas, en el cenicero, en mis ojos, en las paredes, aun en las paredes. Brilla, esta mujer brilla. Y de golpe - sin que pueda medir la dimensión del acto, casi sin esperarlo: como si del cielo cayeran mil gatos- ella gime. Y yo sé, y ella sabe, y todos sabemos, que ese gemido no es cualquier gemido. Es un regalo. Un regalo involuntario. Algo que se escapa de la boca. En fin, un gesto de ternura. Y yo tiemblo, entonces.

2
Ella cree. En mis manos, cree. En el resto, no, no cree en nada. A veces – por ejemplo, cuando quiero convencerla de algo – a veces, decía, ella puede sentir cierto respeto por mis palabras. Pero al rato, vuelve a dudar. Con mis manos, no: ella cree. ¿Será por eso que se entrega a mi astucia de escultor sin preguntar nada, como si se tirara a la pileta? ¿O será al revés? Yo soy el creyente. Un ignorante capaz de vivir sintiendo que sus pies son el ombligo del mundo. Y si fuera así: ¿qué hago?


3
La veo saliendo de las paredes o de los roperos o de las sábanas.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Breve tratado sobre una mujer (segunda parte).




1
¿Qué es? Alguien podría explicarme qué es. Eso. Eso que vive en su cuerpo. Es eso. Que está agazapado, listo para dar el zarpazo, ahí: en su piel o en su voz, tal vez en sus ojos, seguro: en su mirada. Digo yo: ¿qué es? A veces creo verlo. O me convenzo de que lo siento y lo tengo entre mis manos. Después comprendo que no, que no está, que mis ganas me jugaron una mala pasada. Por eso, digo, repito, lamento, grito: ¿qué es?

2
Las caderas de esta mujer no son misteriosas, son algo sagrado, que no es lo mismo. Tal vez por eso dan un poco de miedo. Es el típico temor religioso, ese que nos hace ponernos de rodillas, o reprimir el insulto asesino con el que quisiéramos matar a dios. Cuando las tengo entre mis manos, no sé qué pensar: es como un tobogán en el que caigo, con los ojos achinados, riendo. Las caderas de esta mujer se mueven ignorando el maremoto que se desatan. A veces pienso que lo hace adrede. Pero no estoy seguro.

3
Ahora mismo. Ahora. En este instante. Ahora. Ya. Es ahí, ahora. Es ahora. No después o mañana o el lunes o el martes, es ahora: quiero destriparla, quiero esculpir un signo en su vientre, quiero comerme sus lunares, lavarle los tobillos, meter las manos en el agua de sus pupilas. Ahora mismo. Es ahora. Mañana, no sé. Mañana, veremos. Es ahora. Ya mismo. Antes, un poco antes de quedarme sin aire.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Breve tratado sobre una mujer (Primera parte).


1
Su voz hace estragos en mi cuerpo: se mete en el tímpano, cosquillea, no deja de moverse, de pronto es un insecto de patas finas y largas: una libélula; de pronto es una pluma de ganso. Su voz baila entre la carne y el hueso. Bucea, queriendo encontrar el camino más corto, la salida segura. Pero se pierde. Su voz es una aguja de tejer. O uno hombrecito que nada crol o mariposa o pecho o vaya a saber uno cómo es que su voz – esa bestia mineral que no deja de perturbarme- vive en la sangre de mis arterias. Su voz hace estragos en mi cuerpo: ahora la encuentro en los ganglios, silbando o cantando o rumiando una música de sirena desangelada, esa misma, la de siempre, la de Ulises.


2
No consigo decidirme. Tenso, casi mareado, un poco torpe, vivo entre la feroz ironía - esa que convierte el sonido de un pájaro en una cimitarra – y la ternura que logra deshacer hasta el más pintado. Y es probable que este hechizo tenga que ver con algo suyo: eso que se desprende de su cuerpo. No sabría explicarlo - no sé si querría hacerlo, por otra parte-, pero la soltura con la que se mueve, esa manía tan suya de transmitir una impresión desdibujada - como si alguien pudiera estar más acá de cualquier cosa – algo de todo eso me perfora. Es un dolor de estómago y a la vez, un alarido.


3
Después de cada encuentro regreso empapado de su agua de bestia mineral. La conozco. Ese agua es la bendición blasfema con la que una mujer hace estallar en mil pedazos hasta la muralla china. Es la misma. Que es azufre, además. Puedo bañarme en ella, lo sé. Puedo hacer que recorra mis heridas y hasta que lave sin culpa las manchas del pecado de mi especie. Y reírme. Con ganas. Reírme de todo. Mofarme de mis prejuicios, también. Y que me haga creer – aunque sea por un segundo- que soy el único amo de su furia.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Costumbre.

No se sabe qué tipo de costumbre es:
ella viene corriendo,
alegre. Seguro que no del todo, aunque se ría.
Y entrega.
Y deja.
Y se hace.
Ella viene corriendo.
Por la vereda.
Escondiéndose de autos y de mafiosos,
de vírgenes marías
- que por alguna miseria,
siempre están mirando-
de caños de escape
de tendones,
descuartizados tendones,
de prejuicios,
de novios,
se esconde de novios
y de prejuicios, sí,
y de arañas peludas.
No se sabe qué tipo de costumbre es,
eso es bien claro.
Por ejemplo, él:
¿qué es lo que hace?
De pronto, parece un chico,
grita como si nada importara,
o finge sufrir
o cuenta las hileras de los pasillos,
o silba una tonada,
o se deja llevar por el río,
corriente abajo,
hacia el remolino
el ojo del remolino
ese ojo, que está ahí
esperando tragárselo.

martes, 1 de diciembre de 2009

Roberto Harari, mi maestro



Hay una fonda. Está en la punta de la ciudad, en el límite, ahí desde dónde se ven las ruinas de la muralla y por detrás de las ruinas, el desierto. Se ve el desierto: la arena, esa bruma algo irreal que parece moverse a su antojo por sobre los medanos, y un horizonte impreciso: está el cielo, el sol, algunas nueves, pocas, dos, tres. Es un horizonte marrón, amarillo, por momentos blanco. Es ahí. Ahí hay una fonda. El hombre llega. Entra. Busca la mesa que está pegada a la ventana. Se sienta. Mira por la ventana. Pide algo para beber. El hombre está ahí, sentado contra la ventana, mirando el desierto con un vaso enfrente, sobre la mesa, junto al cenicero de metal en forma de triángulo. El hombre da un sorbo. Y otro. Y otro más. Hace una media hora, más o menos, ese hombre, estaba sentado en el medio de su máquina de trabajo. De sus brazos partían unas cuantas cuerdas que se abrían como una especie de abanico o de arpa; de sus piernas, también partían otro montón de cuerdas que, otra vez, se abrían hacia quién sabe dónde. Y si nosotros no supiéramos que ese hombre, en verdad, estaba trabajando en su máquina, podría creerse, sin lugar a error, que era sometido a un complejo mecanismo de tortura. Pero no, el hombre estaba sentado en su máquina de trabajo. Y esas cuerdas – que eran muchas y de muy variado grosor- se tensaban y destensaban de manera caótica, haciendo que el hombre moviera, en diferentes tiempos y de manera desincronizada, ahora una pierna, ahora un brazo, o por momentos, juntaba las manos y las piernas en su pecho como si quisiera ponerse en posición fetal, de modo que el grueso de las cuerdas se tensaban hasta casi dar la impresión de romperse en mil pedazos, para un segundo después – un poco así de manera brusca – soltaba todas las cuerdas juntas, las dejaba como que se aflojen; pero era solo unos segundos, unos cuantos segundos, porque, algo más tarde, otra vez, todas las cuerdas – y por lo tanto los brazos y las piernas del hombre - volvían a tensarse. Es indudable que lo que en un primer momento – es decir, al primer vistazo – dio la impresión de ser una sesión de torturas en una máquina eclesiástica, un poco después, tomó otro color: los movimientos del hombre, los diferentes movimientos con que ese hombre logró tensar y destensar las cuerdas en su máquina de trabajo, esos movimientos que eran el arte con el que realizaba su quehacer, esos movimientos, decíamos, se parecían a una coreografía amorfa de una belleza absurda y algo torpe, pero encantadora. Y ahora, ahora que lo vemos sentado en esa mesa, contra la ventana, mirando el desierto por detrás de las ruinas de la muralla, dando sorbos espaciados a la bebida, ahora, ese hombre, el hombre que está ahí: ríe. Silba y ríe. Y si no fuera un exceso de nuestra parte, nosotros – que podemos verlo sentado en esa mesa y pudimos verlos laboriosamente hacer lo suyo en la máquina de trabajo – no dudaríamos en creer que ese hombre es un tipo feliz.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

La ira de dios.

En uno de los apéndices de la biografía kilométrica que escribió Mariano Bertuccelli sobre John Grant, el escocés peronista, se puede leer los siguientes fragmentos traducidos por el mismo biógrafo.
La ira de dios.

I

En el lugar donde dios vive hay una habitación saturada de imágenes. Esas imágenes son de todos los colores y de ninguno; dios debería mirarlas. Tendría que hacerlo porque es su único deber casi. Y por consideración a sus criaturas, además. Pero dios está cansado, muy cansado. Cada tanto asegura, este lunes empiezo. Es una promesa, y en su voz se deja oír el sabor inconfesable de cualquier promesa. Pero dios no cumple. Simplemente le salen al paso cosas que lo distraen: algún responso, un pensamiento absurdo, el recuerdo de su hijo muerto. Aunque duela hay que admitirlo: la soledad de dios es grandiosa y miserable como un galeón en el medio de un desierto.


II

Cuando se inventó la teología se inventó un pasatiempo desatinado: la razón y la fe podían ir juntas. Dios miró al mundo y no pudo evitar reírse a las carcajadas. Pensó que era preferible ese disparate a otros; tal vez menos seguros. Y en cierto sentido no se equivocaba. Cuando se inventó la teología dios, expresamente, se juró no intervenir. Creyó que con la teología nos dejaba un artefacto complejo e inofensivo: sentirnos capaces de desactivar cada una de los misterios del universo. Cuando se inventó la teología dios no advirtió el peligro: las criaturas comenzamos a pensar hasta lo que él, ni remotamente, imaginaba.


III

El primer signo del fracaso fue aquella decisión. Pocos se atrevieron a entenderla. Algunos, incluso, fingieron sorpresa. A todas luces fue algo improvisada. Hecha a los apurones, como quien dice. Hay veces que imagino que dios lo hizo de un modo sincero, pretendiendo lo mejor para el mundo. Otras veces pienso que no, que lo arrebató un sentimiento de soberbia inaguantable. No sé si cabe un pensamiento así. No sé si él se preocupa por eso; tal vez no. Aún así, ya no importan sus razones. Porque la decisión fue un disparate rotundo y elocuente. En el que dios pisoteó su gloria. Y por si esto fuera poco, perdió a su hijo único.

IV

Los teólogos empezaron con sus picardías cuando el fracaso era tan evidente que ya no se podía más que ser un poco más pícaro que otros pícaros; en fin, un simple juego de espejos. Entonces dios supo que aquella decisión había sido su peor metida de pata. Sintió un remordimiento afiebrado. Y aunque suene absurdo, estuvo a punto de mandar todo al cuerno: dios nunca soportó el recuerdo de la humillación de su hijo (que era su propia humillación). Pero mucho antes de la picardía de los teólogos, vio lo que tiempo después sería un pasado. Y ahí, en ese segundo, dios dudó. Y su duda fue un grito y una advertencia. Pero a pesar del grito y a pesar de la advertencia, lo hizo igual: mandó a su hijo al mundo. El aburrimiento vino más tarde. Después de la decisión, después del fracaso de esa decisión, y después de la picardía de los teólogos. Y aunque no fue de una manera declarada, sí fue definitiva: desde aquel día las cosas cambiaron para dios. Y nunca más logró ser el que fue. Es cierto, sin embargo, que hubo momentos singulares. O que ahora, cuando dios ya no sabe qué inventar para pasar el tiempo, los atesora en su recuerdo, y los acaricia con amargura. Casi todos son memorables: el día que su hijo levantó la cabeza, lo miró a los ojos, y dijo: ‘por qué me has abandonado’; la tarde que alguien insinuó que el misterio era una manera elegante de dominio; y el mediodía que el filósofo anunció su muerte. En todos esos momento dios sintió algo parecido.

V

Es curioso lo de dios. Sabe que lo que pide no tiene pie ni cabeza. Sabe que el mundo, la creación, es el resultado de un error. Pero es curioso. Obligó a un pueblo entero a cruzar la nada. Obligó a otro pueblo a creer que un suicidio dramático y conmovedor podía ser una esperanza. Obligó, después, a miles y miles de criaturas a someterse a la peor maquinaria de tortura y espionaje: su institución. Y aún así, todo eso, desde siempre, desde el mismo segundo en que fue concebido, no tuvo ningún sentido. Ni siquiera para él. Por eso resulta curioso lo de dios.

VI

A veces las criaturas nos mortificamos. A veces queremos entender el pliegue de la vida, anudarla a un renglón, escribir su sabia. Esa hora es una hora religiosa, propiamente. Y dios, entonces, asume el respeto de nuestro vacío. Y quiere colmarlo. Y lo colma. Y quiere lavarlo. Y lo lava. Y quiere sanarlo. Y lo sana. A veces las criaturas nos desesperamos. Y en esos instantes dios se porta como debe portarse: hace un silencio tan meridiano que vale más que cualquier palabra. Y esa es otra hora religiosa, propiamente.


VII

Habría que atreverse a decirlo; decirlo con todas las letras, sin temor. Habría que ser valiente, además, para narrarlo; narrarlo con todos los detalles, sin culpa. Habría que saber cómo se hace, cuáles son esas palabras, desesperadas palabras, con las que se alcance a representar el remordimiento divino. Un remordimiento que parece efímero y certero como el aire. Añejo, amasado en una soledad inmensa. Habría que intentarlo, sin duda. Porque en ese remordimiento, en esa cruel espada de acero y metáforas, duerme el signo menos leído del mundo.

VIII

Y ahí se ve. El sol está apoyado en el mar, iluminando la playa, esperando la hora exacta para irse. Y sobre la arena, desparramada, sin orden, se adivina una sombra. Y ahí se ve. A dios. Ahí se ve su derrota. En una playa desierta, solo. Es una sombra alargada, caótica. Una sombra que asusta.
Da pena.

IX

Sobre el final de un siglo, un solo hombre escribió una serie de páginas que resultaron fatalmente proféticas. Lo que decían era injurioso y blasfemo, pero verdadero. Dios leyó esa sangre con una emoción que ya ni recordaba poder fingir. Después levantó la cabeza. Y pensó que si tendría que elegir, no lo dudaba: entre la picardía de los antiguos teólogos y la rebelión de aquel hombre, prefería esto último. En ese grito se oía un clamor rabioso, sincero, ajeno a las alambicadas maniobras de los teólogos. Dios sintió admiración por ese hombre. Sintió que en su voz se anudaba una esperanza más religiosa que la de cualquier religión. Dios terminó de comprenderlo cuando aquel hombre, con voz dura, anunció su funeral. Pero dios no hizo nada. No se enojó, siquiera. Mucho menos hizo lo que esperaban muchos: ponerse del lado de los teólogos, de su poder. Sintió, en cambio, el peso de una resignación cercana a la desidia. "Prefiero que me crean muerto y me olviden a que me supliquen todo el día", susurró con el mismo tono desabrido de aquel que no puede terminar de asumir su deber.

X

Las criaturas siempre creímos que la ira de dios era el estrépito de un trueno, o la indecisa luz de un relámpago, tal vez el ruido penetrante del mar; seguro, los males de este mundo. Pero la ira de dios es otra cosa. Es una modorra que lo tiene tumbado en una esquina, mirando la pared, perdido. Meciéndose como un loco. Sintiendo en su pecho un dolor agudo. Un dolor despiadadamente agudo que recuerda, todo el tiempo, el desencuentro de su fracaso. Esto y no otra cosa, es la ira de dios.

La caída del muro de Berlín (1989)


El fin de la eternidad es una ecuación casi perfecta, a pesar de sus tremendas limitaciones de estilo. Y es que, en definitiva, es una prueba al canto de la distinción clásica entre forma y contenido, o entre argumento y escritura. Para el caso es lo mismo: a veces la dictadura de la forma puede opacar y hasta disciplinar cualquier rasgo de singularidad, que no es otra cosa que el estilo: esa manera tan especial en la que un autor se liga a su lengua. Pues bien, el fin de la eternidad no es más que un modo civilizado de resignarse y dejar atrás los prejuicios de cualquier esteta. Ya está. Lo sé. No está muy bien escrita es cierto, pero es encantadora y deliciosa. Sobre todo ese final: darse cuenta de la perfección de su trama. Pero además, el fin de la eternidad prueba que Borges, cuando decía ciertas cosas, mentía como el más filibustero de los filibusteros. Porque el fin de la eternidad es cualquier cosa, menos poética.

viernes, 20 de noviembre de 2009

La gran depresión (Octubre 1929)


La serpiente de Uróboros: el signo mejor equipado para comprender el desastre a repetición del que ellos, esos hombres con sombrero y bastón, son nada más que sus victimas y victimarios. Es que los lugares pueden variar, no tiene importancia: hoy están arriba, mañana, abajo. Puede que sean brujos o demonios. Hijos legítimos del rey Gorice XII o hasta conocidos del señor Gro. Es una rueda con dientes de acero. Y sus dientes se clavan en la carne, una y otra vez, sin parar, no se detienen.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Entrada en la Habana (1 de enero de 1959)


A los leopardos.


En Ubik existe un estado intermedio entre la vida y la muerte: es algo así como estar dormido y como si estar dormido fuese estar muerto. En fin, los muertos no mueren del todo. Permanecen ahí, como congelados. No está claro si deberíamos viajar a Ubik. No parece un mundo feliz. Tampoco la realización de la utopía decimonónica: esa que soñaron los sociólogos prestigiosos, donde a cada uno le iba el sayo que le correspondía y donde se suponía que no habría lugar para las lágrimas. Es que los sociólogos prestigiosos nunca supieron que reescribían el mito escatológico del judeocristianismo: allá lejos, bien lejos, en algún lugar difícil de ubicar, habrá un punto límite, donde el tiempo concluya en un éxtasis de felicidad para todos y para todo. Pero la sociedad de Ubik es más pragmática. En Ubik existe algo parecido a la locura y a la muerte cotidiana.

lunes, 9 de noviembre de 2009

17 de octubre

A mis queridos gorilas.
En la costa más lejana viven los dragones. Ahora mismo, si se emprende ese viaje – un viaje incierto, donde no solo se necesita algo de valentía, sino y por sobre todo: constancia – si se emprende ese viaje, decíamos, ahora mismo, tal vez, el que haga ese viaje logre verlos. Ellos viven ahí, en esa costa, la más lejana. Ojo, no es que se los tenga a mano, como quien dice, nada que ver. En la costa más lejana viven los dragones. Pero viven escondidos, algo ariscos, escapando de miradas indiscretas. Porque ya no se sabe qué quieren los dragones. La sabiduría necesaria para descifrar sus motivos se perdió entre los acontecimientos políticos menos gloriosos de nuestra historia. Y ese detalle fatal tal vez sea una de nuestras desgracias. Hay quienes se creen dueños de la ciencia justa que puede descifrar los gestos misteriosos de los dragones. Pero eso es una mentira. Nadie lo sabe. Por eso están ahí los dragones, en esa costa, la más lejana: ensimismados o esperando, no se sabe. A lo mejor esperan a que alguien se digne a pedirles que regresen. Es que algunos añoran su fuego: ese amarillo intenso, azufrado y revoltoso, capaz de purificar hasta las mismas mañas del diablo.

viernes, 23 de octubre de 2009

Bachi en el muelle, hablando del peligro sentimental de la herejía.


Te oigo, Bachi, puedo oírte hablar, tus palabras,
verte, incluso. Verte de pie, en el muelle, de noche,

en el muelle de siempre, en el que alguna mañana
mientras bajas las cosas de la embarcación: la comida,

la bolsa de dormir, los diamantes, el camello; o sea:
estás ahí adelante, no sé si sos una imagen o qué,

y hablas. Lo de la blasfemia es una impostura risueña,
decís. No te creo del todo, seguís diciendo, te pregunto:

¿cómo puede ser que estés siempre con lo mismo?
No hay que ser un adivino, después de todo, para

darse cuenta que esas cosas, las cosas sagradas,
esas cosas de las que siempre te estás burlando;

digo: ponerte un poco en paladín del diablo,
repetir sin pensar algunas sentencias filosas,

de las que escribió el visionario alemán, de esas,
escupir al cielo como si eso no tuviera efectos,

o qué se yo, Marcos, vos sabes de qué te hablo:
de tu impostura, de tu risueña impostura, ¿me entendés?

Te oigo, Bachi, ahora puedo oír bien clara tu voz:
parece un hilito de agua que anda raquítico por el barro,

eso parece. Y sin embargo: tu voz habla en serio.
De pronto, estás bien cerca, al alcance de mi mano,

ahí, Bachi, estás ahí: dejaste la embarcación, el muelle,
hiciste todo ese trayecto: desde el muelle hasta el árbol,

y lo hiciste como si volaras o fueras un ser sobrenatural;
que no sos, por otro lado. Y entonces, Bachi, entonces,

volvés a hablar. Tal vez yo tenga miedo, decís, miedo
de que no sea sólo una impostura, de que tus palabras,

esas palabras que a veces parecen cuchillos afilados,
se me claven en la carne, y me lastimen, Marcos.

sábado, 17 de octubre de 2009

san pablo apóstol, la parroquia.


Ahora vos lo decís como si fuera la vida de otro. Y es que:
no sé, no creo que sea algo tan importante, pero, digo: ¿no

es que el apóstol se cayó del caballo, Bachi? ¿No es así?
Y si fuera de otra forma, igual: ¿no se trata de hacerse el

idiota con las encrucijadas de la vida? ¿No se trata de eso?
Está bien, lo asumo: voy caminando por la nave central,

doy un paso, y otro, y otro, y otro más. Llego hasta el cura,
levanto la cabeza, abro la boca, espero. De golpe: la hostia

se deshace en mi boca, como si un cuerpo se confundiera en
su alma. Y vos, Bachi: ¿qué decís de todo esto? ¿Tenés idea?

paula, mi primera novia



Hay un cíclope en cada esquina del
barrio. Vigilan, y hasta creen saber
de qué lado cayó la moneda
de bronce. Cara o seca, no es fácil

adivinarlo, por otro lado.
Pero ellos siguen, con ese ojo
abierto de par en par. Es que no
hay modo de no sentirse igual:

paranoia; es decir: un signo
que se multiplica como el pan
del Nazareno. Está en todos

lados: en la cama, en la pared,
en la suela del zapato, y en
los botones de la felicidad.


miércoles, 14 de octubre de 2009

pilusín, mi jardín de infantes.


Vos vieras, Bachi, lo que puede hacer una maestra con sus alumnos:
descuartizar las palabras para que suenen todavía más alejadas de esos

manuales de autoayuda. Y no te hablo del alumno bonaerense, nada que ver,
lo de estos pibes es otro cantar: trafican con lo peor de las ideologías, con eso.

O sea: ellos creen a pie juntillas en que algún día el mundo va a ser otro,
no sé si mejor, pero otro. Y en ese delirio, se pierden de ciertas ventajas,

esas por las que terminamos saltando en una pata en la esquina. ¿Se entiende?
Bueno, Bachi, no importa, después de todo, la misericordia de algunos planteos

puede llevarte hasta quién sabe a dónde. Y si de escuelas se trata, no hay dudas:
todas y cualesquiera que existan, se paran sobre sus propias derrotas. Que son muchas.

zapiola 780, mi casa.


Siguen los restos del gomero y
los palos blancos de la rueda de
carreta. Todo tirado contra
la pared verde. Es ahí, justo:

un crucifijo destartalado
sobre las tejas del techo donde
unos cuantos siglos atrás una
mujer hizo lo que hace toda

mujer: gritar desesperada y
pedir a dios algo de piedad.
¿Qué se puede decir de esto?

Nada. Y si, es que no hay nada
detrás de las paredes. O no:
se ve un hueco nimio, superficial.

domingo, 11 de octubre de 2009

coty, mi hermana.


Sobrevivir a ese alubión de tendones como quien canta
y baila una tarantela. ¿Cómo se hace? Bah, después de

todo: se trata sólo de hacer equilibrio, precario y sincero.
Subirse a un par de zapatos taco aguja, mover la cadera,

de modo que el precipicio no se note, o que de la impresión
al menos de estar haciendo surf en alguna playa de autralia.

Tendrías que ver esa performance, Bachi, sobre todo vos:
dirías, seguro: esto es lo mismo que escribir una novela

en versos alejandrinos, olvidar los personajes, dejarlos
de lado, sin trama, para qué, y después, si: festejar.

adrián, mi hermano.



Desnudo, con la carne llagada
por el trabajo intenso, ruin de la
academia. Y es que tiene todo
apolillado el nervio desde que

un pigmeo trató de sobornarlo.
Y aunque sean malas noticias,
o se invente un acueducto de los
que mandan lejos el estiércol

de las teorías más sofisticadas,
aún así: él puede dar pelea,
y vencer al Goliat sin nombre:

el que devora las entrañas del
silencio. Ahí está su pena,
y su casa, devota y ciega.

jueves, 8 de octubre de 2009

mamá


A ver: la lámpara sigue en pie, en el rincón del cuarto,
en ese ángulo a veces lúgubre, a veces tierno, de donde


saltan, sin parar, los átomos en los que se convirtió, ciega
la naturaleza. Es que: ¿cómo hacen esos imbéciles morales


para tragarse cada una de las letras de aquel legado? No,
nadie en su sano juicio podría soportarlo más que ellos.


Digo: ellos pueden. ¿Por qué ellos? No se entiende. O
si: es que son bebés, máquinas frágiles que tiemblan.


Tiemblan a cada paso, hacen piruetas, y tiemblan:
agitan esos bracitos de langostas para todos lados,


y la cabeza, con sus ojitos negros que se fijan en la
mirada de uno. O sea: son ellos, hijos, hijos mártires


de una naturaleza sanguínea. Pero: la lámpara sigue

en pie, en su lugar. Espera. La luz, espera. A ellos.

papá


Es que se trata de una manifestación, Bachi:
no pueden faltar, seria una traición.
El tiene quince años, solo quince años.
Y si lo vieras caminar por esas calles,

te darías cuenta, en verdad, de su inocencia.
Es tan absoluta que ofende: no se puede,
no es posible vivir así, dormido y sin ganas,
entre los hombros de la gente, las banderas:

los cantos, el presidente, de traje riguroso,
que habla, mientras hecha espuma por la boca,
de golpes de estado y de encomias de guerras.

Es decir: el muchacho que tiene sus quince
metidos adentro suyo hasta el tuétano,
es el mismo que ahora salta, grita, baila.

lunes, 5 de octubre de 2009

lola



Sucede que dios se pone un poco nervioso, cómo quien dice. Sucede que no comprende. Desde lejos se pone a mirar con ojos claros. Y no sabe qué hacer, si reír o llorar. Sucede que se preocupa. Y mucho. Piensa en Eva, la primera mujer. Piensa en Eva y entonces dice que para qué hizo lo que hizo con la costilla, la famosa costilla. Que qué necesidad tenía; después de todo con Adán alcanzaba. Pero sucede que, cada tanto, sucede. Y dios siempre se pone nervioso. Ridículamente, entonces, hace las cosas que hacen los hombres: prende un cigarro y no fuma; sirve whisky en un vaso y no toma; recorre las páginas de un libro y no lee. Piensa. Muchas cosas. Y no logra intuir nada de ese torbellino oxidado, ese mecanismo caprichoso que desbarata aquello que él, tan paciente, planificó en su eternidad. Sucede que siempre sucede. Y un día, como hoy, cualquier día, una mujer quiere venir a este mundo a estropearlo todo. Y lo hace. Sucede entonces que dios se pone un poco nervioso.

juanpe


El milagro, eso. Y la risa liviana
que imita un trino desangelado,
se deja sentir en el cuarto:
impostura sagrada de lo vivo.

Es decir: un milagro, no sé de qué.
Pero se trata de eso: verlo moverse,
saludarnos, repetir nuestra angustia
y salpicar con su olor cada ventana.

Los conejos aparecen por el agujero,
de dos en dos, son cientos, miles,
y se desparraman por el patio:

inquietos, saltan, buscan, silban.
Y si: el milagro. Ese milagro:
ver aparece, alegre, a un hombrecito.

viernes, 2 de octubre de 2009

Tótem y tabú.






La impunidad es una tentación difícil.
Son pocos los que pueden plantarse,
decir, sin que suene a cosa impostada

o estribillo aprendido en el colegio de monjas:
no me interesa. Si hasta en su vulgaridad,
se los ve hermosos. A ellos. Esos muchachos.

Que son buenos y muchachos. Quiero decir:
vemos a un mozo levantando una mesa,
pasando por sobre las cabezas de los comensales,

llegando hasta el borde mismo del escenario,
ahí, donde el cantante, espera, todavía,
dar comienzo a la actuación. El mozo coloca la mesa,

el mantel, los platos. Y llega el tipo con su mujer.
Le da un billete de cien al mozo. Saluda al cantante.
Retira un poco la silla para que se siente la mujer.

Después, él se sienta en la otra silla que está enfrente.
El cantante lo mira, entonces, como esperando una señal:
Y comienza con el show: canta, el tipo canta, canta.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Palabras sobre la Histeria.


Ahora, Jimi Hendrix, está tocando la guitarra con la boca. Un poco después, se tapará los ojos con el brazo derecho y con la mano izquierda, en el puente de la guitarra, hará sonar la melodía de Stranger in the Night, la que cantaba Franck Sinatra. Sacará la lengua y la agitará en un claro gesto obsceno. Y volverá a tocar los acordes de Wild Thing, para después cantar la última estrofa. Sobre el final hará una calculada puesta en escena: primero simulará tener sexo con su propia guitarra y el amplificador de la guitarra; en segundo lugar, tratará de romper la guitarra contra el suelo – varias veces la golpeará contra el escenario como si se tratara de un hacha o de un palo-; y en tercer lugar, tirará querosén sobre el instrumento, y lo quemará, componiendo una pantomima que recordará un rito mágico, religioso o druídico; no importa de qué tipo de rito se tratará, para el caso es lo mismo: veremos a un tipo melenudo, algo ido, arrodillado, vestido con una camisa tipo Luís XV, pantalones rojos, botas con tacos, collares, un chaleco negro, delante de su guitarra hecha pedazos, como si estuviera adorando las ruinas o los restos de alguna diosa de la fertilidad. Este es el final de un concierto que durará apenas treinta minutos. Y en ese tiempo, Jimi Hendrix, sacará a pasear todos sus trucos: se contorsionará hasta deshacerse, hará gemir a su guitarra como si su guitarra fuera la amante obediente de un sádico que lo único que quiere es que la dejen en paz, y cantará algunas de las mejores canciones de Bob Dylan como si él mismo las hubiese escrito la noche anterior. Estamos en el Monterrey Pop Festival y es el atardecer del domingo 16 de junio de 1967. Tiempo después, se recordará esa actuación como la primera actuación en la que Jimi Hendrix dejará en claro por qué es considerado como el primero y el ultimo icono del guitarrista de Rock: barroco, encantador, infantil, obsceno y genial.

jueves, 17 de septiembre de 2009

El goce de la mujer.


En 1964, Billy Wilder filma uno de sus pocos fracasos comerciales, Kiss mi, Stupid. El año anterior había hecho un rotundo éxito: Irma La Dulce. Hoy, vistas a la distancia, parecen una película en dos partes. O mejor, la trama y el revés de una sola película. La última cuenta una anécdota transitada: la historia de amor entre una prostituta y un policía sin trabajo. Aun admitiendo que Billy Wilder pueda ser acusado casi de cualquier cosa, nadie lo trataría de ingenuo. Siempre supo retorcer sus argumentos hasta un punto en el que la liviandad y el cinismo conviven con una amabilidad inquietante. Irma no es la clásica prostituta de Hollywood, aquellas mujeres que viven su quehacer con una indignación un tanto artificial. O pretendiendo ser una nueva versión de la Santa Magdalena. No, eso no sería digno de Wilder. Irma, en cambio, quiere su oficio, le gusta ser puta. En ningún momento se le pasa por la cabeza que lo que hace suponga algún tipo de reproche moral. Por su parte, Nestor Patou, el policía, tampoco es un héroe, ni un antihéroe. En todo caso, es un desgraciado, un común y previsible desgraciado. Me arriesgo a decir que sin la exuberante actuación de Jack Lemon, Néstor Patou sería un personaje simple, prescindible, idiota. A Irma, en cambio, Shirley Maclaine la convierte en alguien tan adorable como sexy.
Pero como dije, lo que hace de esta película una película wilderiana, es su trama: Patou es un policía ingenuo y escrupuloso. Y su escrupulosidad lo lleva al desempleo: ordena la detención de todas las putas (clientes incluidos) del prostíbulo de la ciudad. El asunto es que entre los clientes se encuentra su propio jefe, el comisario. Patou, sin trabajo, llega a un bar. Y se enreda en una pelea con un tipo. Lo que no sabe Néstor es que ese tipo es el chulo de Irma La Dulce, la prostituta más cotizada del barrio. Tampoco sabe que si logra vencer al chulo, automáticamente, se convertirá en el chulo de Irma. Siguiendo el estilo vodevilesco del primer Chaplin, Wilder logra en apenas cinco minutos, transformar la vida de Néstor: de tonto vigilante a desempleado sin destino, y de desempleado sin destino a tratante de blancas. Pero esto es sólo el prólogo de la película. O si prefieren, la manera que encontró Wilder de repartir las cartas del relato. Acto seguido, viene el verdadero conflicto, ahí donde Wilder quiere poner el dedo.
Néstor está enamorado de Irma; Irma está enamorada de Néstor. El amor, sin embargo, no es el problema, el problema es algo más prosaico. Para Irma el amor es una cosa y el trabajo otra. En una palabra: ella siente orgullo al llevarle plata a Néstor, su nuevo chulo, después de una larga jornada. Para Néstor, en cambio, es una desgracia: no sabe cómo lograr que su mujer sea de él sin ser de otros. La angustia lo empuja a crear un plan. Si un cliente paga todo el dinero de muchos, razona Patou, no hay necesidad de trabajar tanto. Entusiasmado con la idea, agrega: si ese cliente millonario soy yo, o un personaje interpretado por mí, mato dos pájaros de un tiro: tengo a mi mujer y mi mujer sigue con su trabajo.
Néstor Patou, entonces, interpreta el papel de un millonario inglés que pide exclusividad como cliente. Está dispuesto a pagar lo que Irma gana en una semana a cambio de ser único. Irma acepta, entusiasmada. A continuación se crea un típico círculo waildereanos: Irma atiende al inglés (que no es otro que el mismo Néstor disfrazado). El inglés paga el dinero equivalente a una semana de trabajo. Irma le da ese dinero a Néstor. Y Néstor, para pagarle a Irma como el inglés millonario, se ve obligado a trabajar por las noches en el mercado de carnes y verduras. A Néstor le resulta imposible mantener ese ritmo de vida. Y ese cansancio, al poco tiempo, se muestra en la relación con Irma. Irma quiere estar con su hombre, pero su hombre no da más, el cuerpo no aguanta, se duerme en todas partes. Irma, por consiguiente, sospecha de Néstor. Cree que la engaña. Así, encuentra en el ingles aquello que no encuentra en Néstor, comprensión. Al final, Néstor cae preso de su propia trampa: su mujer se enamora del personaje que el mismo interpreta. Para salir del paso, lo único que se le ocurre es asesinar al inglés. Como es de esperar en una película de Wilder, un policía, entonces, comienza a investigarlo. El final de la película es lo más tormentoso: todo el tropel de personajes asiste al simulado velorio del supuesto inglés. Y entre los presentes, ¿quién se encuentra? Alguien que dice ser el inglés.
La trama es impecable. El éxito de la película hizo que Wilder volviera a intentar por el mismo camino. Pero invirtió los tantos. Si en Irma La Dulce vemos cómo una puta se convierte en señora, y a su hombre haciendo hasta lo inimaginable para mantener a las dos, en Bésame, tonto vemos exactamente el reverso: una señora convirtiéndose en puta, y a un hombre queriendo desentenderse de las dos. Esto, por lo que sucedió, parece menos popular que lo primero.
Una vez más, el problema no es el amor. Spooner es un músico de un perdido pueblo americano, Clímax. Zelda, su mujer. En apariencia Spooner no tendría de qué quejarse: su mujer es linda y un ama de casa ejemplar. Spooner se gana la vida como profesor de piano, aunque su verdadera pasión sea el difícil arte de escribir canciones. Y lo hace con notable calidad. Pero quiere, como todo creativo que no le llegó su momento, ser popular: conseguir que un cantante famoso interprete una de sus creaciones. El asunto se precipita de golpe, y de manera un tanto azarosa: Dean Martin (haciendo de sí mismo) llega al pueblo para cargar nafta. Es ahí que Spooner y su mejor amigo (el dueño de la estación de servicio del pueblo) ven ante sus ojos una oportunidad irrepetible. Si Dino oye una de tus canciones, le susurra su amigo a Spooner, seguro va a querer interpretarlas. Y si las interpreta, prosigue Spooner, nos salvamos. Comprende, entonces, que lo que necesita, sobre todo, es tiempo. Tiene que lograr que Dean Martin se quede en el pueblo. Al menos una noche. Ahí nomás, el amigo de Spooner simula un desperfecto en el auto de Dean Martin. Dean Martin, ajeno al mecanismo de un motor, acepta el diagnóstico. El amigo de Spooner, entonces, exagera la nota: dice que el auto estará listo recién la mañana siguiente. Spooner, sin vueltas, invita a Dino a pasar la noche en su casa.
Una de las perlas de esta película resulta el propio Dean Martin interpretando a su alter ego: Dino. Dino es un cantante melódico de éxito. Lo que significa un cuarentón, medio tonto, buen mozo, alcohólico, y maniático sexual. Como es de esperar, este detalle, para Spooner resulta un problema. Entiende que Zelda, su bella mujer, es un bocado que Dino no va a dejar pasar. Pero además, conoce a su mujer. Sabe que ella tampoco va a dejar pasar una noche con el ídolo de su adolescencia. En una clásica secuencia de malentendidos, Wilder consigue mostrarnos la desesperación de un marido por el peligro que trae tener una mujer atractiva, primero; la decadencia de un hombre exitoso, segundo; y tercero, la existencia tediosa en un pueblo perdido.
Spooner, entonces, idea el siguiente plan: despachar a Zelda a la casa de sus padres, y contratar una prostituta capaz de interpretar el rol de esposa. Provoca una pelea con Zelda. Zelda, enojada, se va. Entonces aparece en escena Polly, la puta del pueblo. Por cierto, no es cualquier puta, es Kim Novak. Lo que quiere decir, un cuerpo implacable, tal vez irresistible. A partir de ahí la historia entra en un terreno donde la comicidad y el cinismo conviven con la despreocupación a la que Wilder nos ha habituado: Dean Martin, borracho, más que un seductor, resulta la parodia deslucida de un seductor. Polly, por su parte, no consigue cumplir el papel en la trama. O al revés, encuentra que el lugar de ama de casa no solo le gusta, si no que, además, no puede dejar de interpretarlo hasta el más mínimo detalle. Spooner toca sus canciones en el piano. Dean Martin, más borracho aún, sólo quiere hundirse en el escote de Polly. Pero Polly se resiste: está enamorada de Spooner. Zelda, la mujer de Spooner, cuenta su odio a los padres. Dice que su marido es un desgraciado, alguien que no valora lo que tiene en casa. Despechada, sale de la casa de sus padres y termina en el único lugar en todo el pueblo en donde se puede tomar una copa: el bar donde trabaja Polly. No pasa mucho tiempo hasta que toma unas copas de más. Mientras tanto, Dean Martín, comprende que no va a poder conseguir el cuerpo de Polly. Y se va, prometiéndole a Spooner interpretar sus canciones. Spooner y Polly, entonces, pasan la noche juntos.
Zelda, mareada, pide un lugar donde recostarse. La dueña del bar le ofrece la cama de Polly, que esa noche no trabaja. Zelda se tira. Al rato, Dino entra al bar. Como es de suponer, termina en la cama con Zelda. Zelda lo reconoce. Y pasa la noche con el héroe de su adolescencia. Al día siguiente, Dean Martin se va. Pero antes, le paga a Zelda lo que le corresponde por una noche de placer. Zelda recibe el dinero. Tal vez agradecida.

lunes, 14 de septiembre de 2009

El porvenir de una ilusión.



Habrá sido un arcano: Zeus silbando esa melodía hierática de la violencia. O no, tal vez, a la par que se ataba a Dionisio al muslo, en ese memorable y glorioso acto, dejaba caer lágrimas por sus mejillas, como si un dios pudiera estar deprimido. Habrá sido una publicidad: una mujer de pechos apacibles, como dijo el poeta, enchastrándose el cuerpo con barro, o con bosta de vaca. Y un público azorado, sin poder dejar de sentir lo que se siente cuando se ve a una mujer de pechos apacibles enchastrándose el cuerpo con barro o con bosta de vaca. También pudo ser otra cosa: un muchacho descuartizado por la ideología. Unos lo quieren arriba del escenario – lo agarran de los pelos, de la camisa, del cuello, de donde sea -; otros, lo quieren salvar- lo agarran del pantalón, de los pies, de los zapatos, de la cintura-. El muchacho duerme. Es increíble pero duerme. El muchacho, ese muchacho que vemos ahí, a punto de ser despedazado, ese muchacho, duerme. ¿Qué habrá sido?, se pregunta el ciego que ahora cruza la verdea. Habrá sido un destello, piensa el ciego: como si un insecto se metiera por el agujero de la nariz y escarbara, sin piedad, hasta llegar hasta quién sabe dónde. O puede que haya sido un simulacro, una puesta en escena: dos ejércitos se enfrentan. Unos, con uniforme púrpura y plateado, empuñan lanzas mientras gritan los gritos de combate. Otros, vestidos de negro y marrón, tienen espadas y puñales. Estos no gritan; permanecen silenciosos. O con miedo o con sabiduría, no se sabe. Los dos ejércitos están separados por unos cincuenta metros. Los de púrpura y plateado están sobre la colina, los otros, en el llano, de espaldas al río. Alguien da una orden. Es probable que sea uno del ejercito silencioso. Y esa orden es como un piedra libre. Todos corren – desesperados; tiernos y desesperados. No pasa mucho tiempo, apenas dos o tres minutos. Y se oye, con claridad, el choque metálico de las armas. Un alarido. El filo de una lanza entrando en la carne de un cuerpo. El golpe de los escudos. Al rato, todo se confunde. En esa mañana, esa mañana fría en la que el sol apenas alcanza a derretir un poco el hielo de la escarcha, esos dos ejércitos, como si fuera un simulacro o una puesta en escena, se trenzan, confundidos, en una orgía de cuerpos, gritos y sangre al punto que ya nadie puede saber quién en quién.

domingo, 13 de septiembre de 2009

El fracaso de lo inconsciente es el amor.


El odio. Sobre todo: el odio. Ellos lograron civilizarlo. Despiojar sus plumas sin necesidad de insecticida, con las manos, así: agarrando la pluma, buscando el piojo, sacándolo, clavándole las uñas para que reviente. Fue así. Porque entre hombres, siempre, hay odio. Ellos pudieron, mal que nos pese, pudieron hacerlo. Tal vez por eso, rían. De eso, ríen: saben, ellos saben, ellos supieron, lo supieron desde el primer día. Eran chicos: Lennon cantaba en el escenario vestido como si fuera un vaquero infantil y ridículo; McCartney estaba entre el público. Después, se juntaron en los bastidores, atrás del escenario. McCartney agarró una guitarra, pero la agarró al revés de cómo se agarra una guitarra: con el puente hacia la derecha. De todos modos, lo que impresionó a Lennon no fue eso, si no la voz: McCartney sabía imitar todas las muecas de Little Richard, ese falsete rasposo que por ese entonces hacia chillar a las colegialas. Entonces se odiaron. Lennon odió la facilidad musical de McCartney; McCartney odió el carisma de Lennon. El odio no es como el amor: el amor es ciego. El odio es lúcido: un destello frágil de luz que se desparrama sobre la superficie y nos hace ver, de pronto, el contorno secreto de las cosas. Ellos se odiaron. Toda la vida lo hicieron. A Lennon lo mataron un 8 de diciembre de 1980, por la madrugada. Y es probable que a McCartney la noticia, lo haya puesto contento. Seguro, pensó: listo, me saque un peso de encima. Pero se equivocó de cabo a rabo.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

La esquizia del ojo y de la mirada.


The seven year itch se filmó en 1955. Es difícil saber si Billy Wilder supo qué era lo que esa película terminaría por provocar. Y no me refiero a la película en sí (que aunque es entretenida y graciosa, no es de las mejores), me refiero a otra cosa: en esa película Billy Wilder inmortalizó la imagen de Marilyn Monroe. Es apenas un plano. Y hoy por hoy es la imagen que hace de la actriz norteamericana un icono de la cultura popular: se trata de la imagen en la que se ve a Marilyn sobre la reja del subte, con el vestido blanco volando, y a Tom Ewell a su lado, con las manos en los bolsillos de su pantalón, un poco tirado hacia atrás, queriendo espiar qué esconde Marilyn debajo del vestido. Esa toma se filmó en Nueva York; exactamente, en la esquina de Lexigngton Avenue y la calle 51. Y la presencia de Monroe en la calle suscitó un escándalo de curiosos. Dicen que cerca de cinco mil personas se apelotonaron alrededor. También dicen que a los técnicos que sostenían el ventilador debajo de la reja del subte, los sobornaban con jarras de vino para echarse una mirada. Dicen que Billy necesitó más de quince tomas para lograr la imagen que pretendía, y que por cada prueba, la muchedumbre rugía: ¡más arriba! ¡más arriba! Dicen que, entre los técnicos, un poco escondido, terriblemente nervioso, se encontraba Joe DiMaggio, el marido beisbolista de Marilyn. Dicen que Joe DiMaggio no soportó la humillación y se mandó a mudar antes de que la grabación finalizara. Dicen que Billy estaba desencajado. Hoy vemos esa foto multiplicada hasta el hartazgo. Y nada de aquella intensidad que transcurría alrededor de Marilyn (los cinco mil tipos, Joe DiMaggio, los técnicos, Billy Wilder) puede percibirse.
Solo ella.

domingo, 6 de septiembre de 2009

De las estructuras conceptuales.



Es el rey, ¿quién puede decirle que no? Elvis pide una audiencia secreta con el presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon. Son las 9:30 de la mañana y es el 21 de diciembre de 1970 – los fundamentos que sostiene un edificio conceptual parecen temblar a cada paso: la rigidez genera parodia involuntaria -. Elvis tiene 35 años, y le restan siete de vida. Nixon, es diferente: es un hombre maduro de 57 que vivirá hasta los 81. Elvis, esa mañana, esta empastillado hasta la medula, de modo que en su cara se pueden ver los signos de su amor por los barbitúricos: los ojos vidriosos, idos, los cachetes un poco gordos, ojeras, y un aspecto de estar en otro planeta -, si un concepto entra con honor en el museo de lo establecido se convierte en un asesino aristócrata, como Jack, el destripador: ahora queremos justificar sus tropelías con tal de seguir manteniendo su vigencia -. Los asesores de Nixon, en un principio, no saben cómo tomar el pedido del astro. Algunos llegan a suponer que se trata de una broma de mal gusto. Es que Elvis quiere entrevistarse con el presidente de los Estados Unidos con un fin preciso: quiere una placa de agente federal. Elvis quiere ser agente secreto del gobierno. Elvis quiere investigar el ambiente de la música. Está preocupado por el avance de la cultura hippie, la ideología izquierdista de los estudiantes demócratas, el comunismo y los movimientos de defensa de los derechos para los negros. Son preocupaciones que comparte con Nixon – un concepto puede perder vigencia pero seguir teniendo encanto: la elegancia de ciertas hipótesis importan más por su forma que por su utilidad-. Elvis y Nixon no tienen nada en común, más que una visión un poco obtusa sobre los problemas de su país y del mundo. Nixon es un político inteligente, además de un canalla. Elvis es un tipo simple (dije simple, no sencillo). Y esa simpleza termina siendo caprichosa y por eso mismo, ofensiva. De modo que cuando se dan la mano en el salón oval de la Casa Blanca, en esa mañana de 1970, en esa mañana surrealista, cuando se dan la mano y los dos posan para la foto, se nota, con claridad, la distancia que hay entre ellos: uno, Elvis, mira la cámara como si supiera el chiste que está montando; otro, Nixon, mira con algo de incredulidad y con ganas de pasar a otra cosa – un concepto se aniquila a si mismo, cuando su elegancia y encanto quedan a la vista de todos, como si estuviera en una vidriera de la Quinta Avenida-. Elvis llego a la Casa Blanca con una carta escrita a mano. Una carta de tres carillas escritas en hojas con membretes de un hotel. Es una carta en la que Elvis explica sus propósitos. Y de ese modo, sin darse cuenta, muestra su visión del mundo. Elvis piensa lo mismo que piensa el ciudadano norteamericano promedio: que el sistema de vida de Estados Unidos es algo eterno y perfecto; que cualquier gesto de sofisticación es un atentado a ese mismo sistema. Esa mañana, además, Elvis le regalo a Nixon una pistola Colt 45 con ocho balas de plata – a lo mejor los conceptos se muestran desnudos ahí donde menos lo esperamos: en esos instantes fugaces en los que, orondos y patéticos, quieren mostrar todos su artificiosidad al mundo-.

La sutileza de la pulsión


Agita la melena y su barba, el hombre. Y el cansancio irreprochable se hace oír. Padece una hombría enfermiza, el hombre. Aunque no solo eso. Si se atreviera. Sería, el hombre, un maricón sableado por la dialéctica y un mito. Sería, el hombre, un silbido que se esfuma en la esquina. Sería, el hombre, una mujer. Si no fuera lo que ya sí es, aquel hombre.

Eleva el fusil al cielo, el hombre. Lo hace conociendo el gesto. Entre una multitud (una multitud que espera paciente sin saber nada de lo que rápidamente está por venir sin adivinar lo que aquella miseria terminará por parir) que lo ama de manera incontinente. Pero no solo. Sería, el hombre, un llanto agudo irrumpiendo, poderoso, en la mesa menos tierna. Sería, el hombre, un aria. Sería, el hombre, un humilde ciego, sin ínfulas de porvenires. Camuflado en retóricas iconoclastas, inconsistentes.

Y es su clara transparencia; eso: un ladrido impotente, solemne (fatalmente solemne) que derrama saliva de a gotas. Y es el verde oliva; aburrido. Y es el fusil. Y su coherencia; eso: una tarde de domingo masticando frases hechas.

Su voz parece un clarinete ensombrecido; habla. Pero no solo eso. Sería, el hombre, charton heston gigante en la pantalla.

Y es que el hombre, ahora, perdió esos ojos que parecían engañar a dios. Ahora toma un mate tras otro. Y fuma un cigarrillo tras otro, el hombre. Y se detiene a pensar lo que no pensó nunca: en sus hijos, en su mujer, en la televisión.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Dévodi.



A las dos de la madrugada suena el primer balido: de pronto es agudo, de pronto es grave. Sale de la boca de su estómago y cada tanto se atora. Dévodi, entonces, tiembla. Y una corriente eléctrica pasa de la cabeza a los pies; parece una anguila. Al rato, suena otro balido pero ahora es menos importante que el anterior. De hecho, apenas se oye. Ella, a su lado, no consigue dormir. Dévodi infla su panza, la garganta gorgorea y la boca se abre, ahora ya no es un balido, ahora es un eructo, un eructo que se arrepiente y entrecortado queda en la punta de su lengua, como si no se decidiera del todo a salir. Ella sigue igual, con los ojos abiertos, mirando el techo. Se incorpora, sorprendida del silencio. A su lado, Dévodi sigue: sube, baja; baja, sube. Ella vuelve a recostarse; está cansada. Cierra los ojos. Se duerme. Y en medio de un sueño mezquino algo la despierta: otro balido. Mira a su izquierda. Dévodi sigue ahí: sube, baja; baja, sube. Dévodi, ahora, abre la boca. Y el balido vuelve a salir pero ahora es agudo: una locomotora a vapor, una puerta abriéndose, el pulmón de un asmático. A lo lejos, perdido, se oye un reverbero de aljibe. Ella, intrigada, se acerca a Dévodi. En la penumbra, vuelve a oír el reverbero de aljibe. Ella, ahora, acerca su ojo a la boca de Dévodi. Y el reverbero de aljibe - que una vez más vuelve a sentirse como si la garganta de Dévodi fuera un pozo metafísico - no parece amenazante. Tal vez por eso, ella no se hace a un lado, ni tampoco intuye lo que viene. Es ahí, en ese instante, cuando de adentro mismo de la garganta de Dévodi, un chorro negro de agua, sale con la furia de mil potros, golpeándola, ahogándola y haciendo que ella escupa, casi vomite, salga de la cama, reconociéndose en el espejo de la cómoda- ve su cara, el pelo negro mojado, parte de su cuerpo -. Entonces se da vuelta, mira a Dévodi. Sigue ahí, todavía: el agua negra sale de su boca; es un chorro inaguantable que sube hasta las aspas del ventilador y se abre para todos lados mojando la colcha, el piso, la cómoda de madera, el espejo, las paredes. De golpe, Dévodi se incorpora en la cama. Y ahora, el chorro da contra el televisor. El cristal de la pantalla revienta en mil pedazos. Ella se apura: corre hasta donde está Dévodi y le pone una mano en la boca. Quiere detener el agua negra pero el chorro parece tener vida propia, y por entre sus dedos encuentra cómo salir: es una estrella que gira sobre si misma, salpicando las paredes, la cortina, el armario. Ella piensa que cualquier cosa que haga no tiene ningún sentido. Se aleja, entonces, asustada o resignada, hasta la puerta. Ahora Dévodi es un buda que larga un chorro de agua negra por su boca como si fuera una fuente de bronce o un lobo marino que alguien dejó ahí olvidado y que espera, impertérrito, que alguien venga a desconectar su mecanismo. Y de hecho, ella, por un rato, se queda así sin saber si salir corriendo o gritar. Hasta que sucede el milagro. En rigor, no es un milagro. Pero sucede como si lo fuera. De pronto, sucede. Y ella suspira. Tal vez aliviada, o triste, o alegre. Es decir: de golpe Dévodi deja de escupir el agua negra, y es difícil adivinar cual puede ser el sentimiento de ella: se queda ensimismada, el hombro contra el marco de la puerta, algo ida, sin reaccionar. Dévodi, por su parte, tiene los ojos vidriosos, petrificado, mirando quien sabe qué, todavía con la boca abierta. De la comisura de los labios, cae, un poco así como si fuera una despedida melancólica, un hilo de baba que se desparrama sobre el cuello de la camisa del pijama y termina goteando sobre la colcha. Ella se queda mirándolo durante unos minutos. Uno, dos, tres, y hasta cuatro minutos. Y en ese tiempo da la impresión de que ella y Dévodi decidieron quedarse quietos, tranquilos y quietos. Tal vez componiendo un cuadro que nadie dudaría en titular como después del desastre. Pero ella reacciona, por fin. Va hasta la cocina. Agarra un trapo de piso, un balde, y un secador. Vuelve. Y mientras Dévodi sigue ahí - todavía sentado en la cama con la boca abierta esperando no se sabe que cosa -, ella, sin más, se pone a arreglar el cuarto: junta los vidrios de la pantalla del televisor. Los mete dentro de una hoja de diario, y lo tira a la basura. Después, pasa el trapo, limpiando el agua negra que escupió Dévodi. Una vez que termina con el piso. Trata de limpiar los muebles, las paredes, el ventilador, el armario. Pero la tarea no resulta sencilla, por el contrario: el agua de las paredes no se seca con el trapo, mas bien se desparrama, la madera de la cómoda, sigue húmeda y ella supone que va a tener que sacarla al sol. Otro tanto, sucede con el ventilador: las aspas formaron como un fango medio asqueroso entre el agua y la mugre, de modo que cuando ella pasa el trapo, ese fango antes que limpiarse se distribuye mas todavía a lo largo del ventilador. Después saca la colcha y las sabanas de la cama. Y es curioso, porque Dévodi no se inmuta. Sigue ahí, sentado en el medio de la cama, todavía con la boca abierta y los brazos a los costados, ahora sobre el colchón. Ella le desabotona la camisa del pijama; se lo saca y lo tira, todo mojado y hecho un trapo, dentro del balde. Después hace lo mismo con el pantalón y con el calzoncillo. De pronto, ahora, Dévodi, desnudo, sentado, desnudo: sentado y húmedo, tiene realmente la apariencia de un buda. Ella lo mira y sonríe. Lleva todas las cosas hasta la cocina. Vuelve. Se sienta en el borde del colchón. El sol de madrugada ilumina la habitación, toda la habitación. Ella enciende un cigarrillo. Y lo fuma. Da una pitada, hecha el humo; da otra pitada, hecha el humo. Siempre es lo mismo, piensa. Con este tipo siempre es lo mismo, vuelve a pensar. Siempre es lo mismo, con Dévodi, piensa, siempre termina igual. Ella no llora. No alcanza a llorar, pero en sus ojos se dibuja el brillo de una lágrima.





lunes, 31 de agosto de 2009

Fundar garantías.


El suelo en el que nos paramos esta contaminado de lodo, se mueve, nos hace vernos como unos verdaderos idiotas que practicamos el luto enfermizo de la certeza. Es que no nos queda otra más que suponer que cualquiera, en algún lado - no se sabe bien quién o qué - pero cualquiera puede firmar una garantía que nos libre del examen cotidiano de la duda. De este modo, si afinamos la puntería un poco, veremos a Nietzsche sentado en un café, el 30 de septiembre de 1888, escribiendo, en un cuaderno, su Ley en contra del cristianismo.


Los dioses viven lejos. Además, están en la suya: divertidos o aburridos, pero en otra. Y a veces queremos traerlos de vuelta, acercarlos a nuestro mundo. Pero ellos, sobre todo ellos, los dioses: que conocen el fracaso, y que hace siglos ya no saben cómo hacer para soportarse mutuamente, ellos: no quieren saber nada. Es que: ¿cómo se puede vivir así, con el peso profundo y misterioso de tener un garante eterno sobre la cabeza? No, no es posible. O de ultima se puede hacer como hacen los superhéroes en las películas: creen ciegamente en sus poderes, sin pensar un minuto, tan solo un minuto, en la posibilidad cierta de su inutilidad. O sea, seamos sinceros: imaginemos, por un rato, a batman o al dr. manhatan o a rorschar, en fin: a cualquiera, imaginemos, por un solo minuto, a cualquiera de esos superhéroes sin la garantía de sus poderes, ¿qué pasaría? Es probable que en un rapto repentino de inesperada franqueza, agarraran una pistola, se la pondrían en la sien, y así, sin más: tirarían del gatillo, con temor y esperanza.

jueves, 27 de agosto de 2009

Manifiesto



Nunca (suena enfático, cursi, desesperado, y por eso mismo: irrisorio), nunca, dijo el hombre. Nunca toleraría, (imaginemos un tipo de unos cuarenta: enclenque, solo, voluble). Entonces, el hombre dijo: no esta en mi animo, no podría tolerarlo, aunque me pongan una 38 en la cabeza (esto si que no hace falta, no hay necesidad), no podría aceptarlo, siguió diciendo, nunca, es que: no podría tolerarlo, en fin: seria una claudicación inadmisible, dijo (ahora se lo ve sentado, al tipo: tiene un cigarrillo encendido, da una pitada, echa el humo; da una pitada, echa el humo), porque, después de todo, dijo el hombre, después de lo que vieron mis ojos: la fragmentación del sentido, la ruina del ministerio, un presidente triste silbando un tango, o la baba del manifestante: ese, ese que estuvo de pie aferrado al mástil de la bandera, y con el sudor, maldito sudor, brillando en su frente; no, dijo el hombre, eso no, nunca, no podría, ni aunque quisiera (de pronto, se levanta, tira el cigarrillo, lo pisa con la punta de su bota, mira hacia delante, al final de la calle, ahí, donde unos chicos, todavía, juegan entre las latas). Es que, dijo el hombre, ¿cómo hacer?, después de que las alas del pájaro se quebraron en mil pedazos, después de que el religioso vestido de sotana intentara por todos los medios a su alcance, detener la sangría, digo yo: ¿cómo hacer?, (ahora, con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón, arrastrando los pies, sonriendo, el tipo va acercándose al fondo de la calle donde, todavía, los chicos juegan entre las latas). Repito, dijo el hombre: ¿cómo hacer? No hay forma, siguió, no hay manera de no quedar atrapado en la nieve eterna del vacío, esa misma: la que nos obliga a deambular en las plazas sin gente, buscando, como idiotas, los trapos viejos, pisoteados, y hasta cagados por el alubión zoológico, bestial de las hormigas; eso son: hormigas (el tipo llega hasta donde están los chicos, se detiene; los chicos dejan de jugar, lo miran), hormigas, son. Esas bestias quieren quedarse hasta con la desgracia, eso quieren. Y nosotros, dijo el hombre, como si nada, ¿puede ser? (Entonces el tipo se agacha, mira los objetos con los que juegan los chicos. Después pega un grito, asustado).

martes, 25 de agosto de 2009

Psicoanálisis


Jessica Schwarz, una crítica porteña que vive en Córdoba, me regalo un libro de un poeta desconocido, Ricardo Arias. A continuación transcribo el prologo y el primer canto del extenso poema.


Prologo

La mística excede lo literario. Es una experiencia que rebalsa por todos los costados la forma. Sin embargo, esa experiencia se hace visible a través de y por una forma literaria. El tema es peliagudo. Y parece no necesitarse de la fe para discutirlo. Quiero decir: nadie duda de la belleza y la eficacia de los versos de San Juan de la Cruz, como tampoco nadie duda de la belleza y eficacia de sus comentarios en prosa. Pero el lector de poesía, sabe que cuando hay belleza y eficacia, algo sucedió. Un simple rimador o un mero profesional del verso, no escribe La noche oscura, o el Cántico espiritual. Entonces, digo: siempre creí en el poeta español y nunca necesité creer en su dios.
En otro lugar hablé sobre la relación entre experiencia y retórica. Ahí dije que parte del misterio de un hecho poético se puede cifrar en el modo en que un poeta resolvió la alquimia que hay entre la experiencia y la retórica: qué decir, por un lado, y, cómo decirlo, por otro. Todo esto lo dije a propósito de un autor controvertido, G. L. Damiano. Y por eso, aún hoy sostengo, que en la poesía y en el poeta siempre hay algo de mística y de místico: el poeta sabe que entre lo que le sucedió y eso que escribe hay un vacío insoportable. Pero el poeta nunca es religioso (aún los poetas místicos); al contrario, el poeta es un blasfemo capaz de llegar hasta un abismo en donde las palabras parecen respirar de otro modo y el lenguaje simular deshacerse entre sus manos. Esta convicción aleja al poeta del creyente. El creyente respeta el límite impuesto por el misterio. Puede mirarle los ojos a dios, si quiere, pero lo que nunca podría hacer es insultarlo.
Todo esto, me lleva a decir que el poema narrativo Psicoanálisis de Ricardo Arias es un poema místico. La experiencia de la que parte parece una experiencia menor y hasta injustificada para un poema: la consulta con un psicoanalista. La forma que eligió el poeta es la del dialogo, al modo en el que está resuelto ese otro gran poema místico: El cantar de los Cantares. Pero esta vez, Ricardo Arias, compone un diálogo a través de otro recurso: la nota al pie. En el poema hay dos voces. Una es la del paciente, ese que sufre (por su neurosis y por su psicoanalista) y la otra, la del propio analista. Y la tensión entre estas voces, convierten al poema en un fresco donde se perciben las diferentes temperaturas por las que la charla psicoanalítica transcurre. Tal vez por esto- por querer simular literariamente una conversación- el tono del poema es un tono coloquial, en el que se deja respirar- paradojas de la poesía moderna- la pedestre puntuación de la prosa. El paciente se queja, dice: Llegué justo. Toqué el timbre. / Sonó la chicharra. Se abrió la puerta. / Llegué sin aire, / después de subir los escalones de dos en dos / con una vaga sensación de asfixia / como si eso fuera lo verdadero / eso que yo sé que no miente / casi no veo la necesidad de decirlo / es así: estoy sin aire, no doy más / y no sé qué hacer. El analista, a pie de página anota: Hoy vino a verme un muchacho de espíritu dramático: repite, cada dos por tres, que su vida es un sinsentido, sin advertir que cualquier sinsentido es un sentido, tal vez demasiado pesado para soportarlo. Un poco más adelante el paciente cuenta la experiencia del diván; dice: Hablar al techo es como hablar sin brújula / Después me vi a mi mismo: / encorvado, salía de una fiesta / la chica discreta, a mi lado / hablaba todo el tiempo de un tal berni. / Creí que se trataba del pintor, / y le dije: no me gusta la pintura, / no la entiendo. La chica discreta me abrazó. / Creo que lloraba. El dijo: usted no entiende nada. / Usted tampoco, le dije. Y un segundo después: / ¿qué hago con una mujer? Esta vez el analista, anota: el muchacho, ahora, muestra su forma de hablar y en esa forma, se percibe un modo de sufrir: las palabras suenan pesadas, duras: escupe piedras. De a poco, el poema, se vuelve cada vez más onírico: los bordes se esfuman, las voces se confunden, los tiempos se trastocan. Y es a través de este clima onírico donde el poeta consigue acercarnos (aunque sea de un modo infinitesimal) al inefable psicoanalítico por excelencia: lo que sucede en la intimidad de una sesión. Ahí el poema adquiere un tono francamente caótico: lo que en un principio simulaba ser un diálogo más o menos reglado, ahora es una superposición de escenas y voces, en los que resulta difícil entender quién es el que habla. Y aún así – digo, a pesar de este torbellino de palabras- nos damos cuenta que la batalla principal se juega en torno a la pesadez de la lengua. O aun mejor: en cómo hacer para no enfermar de dicha pesadez. Es entonces que creemos entender algo de la frontera entre el obrar psicoanalítico y el obrar poético.
Que el poema de Ricardo Arias es un poema místico, ya lo dije; lo que no dije es que si hablamos de mística terminamos hablando de amor. Acaso porque la experiencia mística no es otra cosa que una experiencia de amor. No sé si la experiencia psicoanalítica, es solo una experiencia de amor; me parece que no. Sin embargo, Freud lo dijo sin pelos en la lengua: la transferencia es amor y además, es un amor genuino- es decir: engaño, odio, sumisión, erotismo, rebeldía, culpa, rechazo, saber. Tal vez por esto el psicoanálisis se haya convertido en una de los escasos lugares donde aún hoy se resista a la enfermedad de nuestros tiempos: la descomposición de cualquier experiencia. En fin, Ricardo Arias, con su poema, entre otras cosas, nos enseña algo que parece ínfimo, pero, seguro, es algo novedoso: un psicoanálisis es una relación amorosa donde los que se aman, hablan. Y lo hacen de un modo especial: sin mirarse a los ojos.

Jessica Schwarz.
Villa General Belgrano, Junio de 2008.


Psicoanálisis
Diario clínico.

1

Hace una semana conocí una chica discreta
la vi entre la gente
hablé, dije esto o aquello
hoy nos veríamos en algún sitio
pero antes voy a la consulta con un psicoanalista.
Es viernes, son las tres de la tarde.

Llegué justo. Toqué el timbre.
Sonó la chicharra. Se abrió la puerta.
Llegué sin aire,
después de subir los escalones de dos en dos
con una vaga sensación de asfixia
como si eso fuera lo verdadero
eso que yo sé que no miente
casi no veo la necesidad de decirlo
es así: estoy sin aire, no doy más
y no sé qué hacer[1].

Me senté.
Prendí un cigarrillo, prendió un cigarrillo
y hablé. Dije que las cosas se me caían de las manos
y que seguía sin entender por qué tenía faltas de ortografía
y que la sensación de un tornado venía por mi pecho[2].
Di una pitada, dio una pitada
largué el humo, largó el humo,
mi vida se debate entre el intelecto y la emoción, dije.
El se rió sin reírse[3].
¿Por qué separa las cosas?, dijo, no lo entiendo.
Salí del consultorio, era de noche.
¿Qué pasó ahí adentro?, pensé, en la calle, solo, sin aire, otra vez sin aire.

La chica discreta es un peligro para mi religión
y me lo hace saber.
El no hace otra cosa que provocarme
todo el tiempo
a veces creo que se divierte conmigo,
a veces creo ser un juguete de su inteligencia[4].

Ayer me sentí muy mal.
Hablé de papá.
Dije una cosa terrible (o que a mí me sonó terrible).
Era una imagen, como en el cine.
El ataúd estaba en el centro de una habitación
la gente se me acercaba con mucha distancia,
usted es un poco antiguo, me dijo él.
(eso me divierte: que nos tratemos de usted
es ridículo, en parte, y sin embargo:
suena necesario).
Al final dijo:
la próxima, el diván[5].

La chica discreta se hace la tonta
y no es tonta, es otra cosa:
no sabe qué hacer con mi despiste.
Yo tampoco.
El se ríe.
No lo soporto.
No soporto que se ría.
Aunque tenga razón.

Me tiré en el diván creyendo que era un acto cualquiera.
Pensé: total, es lo mismo, tengo que hablar de cualquier modo.
Vi el techo blanco y la luz reflejada en el techo blanco.
¿Qué le pasa?, dijo él, si se siente mal, no hay problema: volvemos cara a cara.
Creo que me esforcé porque no se diera cuenta de mi pavor.

Hablar al techo es como hablar sin red.
Después me vi a mi mismo:
encorvado, salía de una fiesta
la chica discreta, a mi lado
hablaba todo el tiempo de un tal berni.
Creí que se trataba del pintor,
y le dije: no me gusta la pintura,
no la entiendo. La chica discreta me abrazó.
Creo que lloraba. El dijo: usted no entiende nada.
Usted tampoco, le dije. Y un segundo después:
¿qué hago con una mujer?[6]

Un hombre se hace hombre cuando no sabe qué hacer con una mujer,
y eso, además, es el inicio de otra cosa.
Un hombre nunca sabe qué hacer con una mujer, nunca aprende.
El me dice estas cosas como si fueran verdades a medias.
A veces sus palabras suenan fatales, por más que esté diciendo una pavada.
El sexo no tiene dueño, dijo él, y usted se hace el que no le importa.[7]

En un día tuve dos visiones:
Una iglesia repleta de gente
el cura levanta la hostia al cielo,
murmura la misa
la gente se arrodilla, baja la cabeza,
¿qué es esta mentira?, de pronto, digo.
La otra visión:
Estoy en la parada del colectivo,
es de noche, hace calor
espero, levanto la mano, detengo el colectivo
subo, le doy el billete al conductor
me da el boleto, me doy vuelta
camino por el pasillo
el colectivo está repleto de mujeres.

[1] Hoy vino a verme un muchacho de espíritu dramático: repite, cada dos por tres, que su vida es un sinsentido, sin advertir que cualquier sinsentido es un sentido; tal vez demasiado pesado para soportarlo.
[2] El idioma del síntoma es la lengua de las imágenes: mostrar lo que no anda, dejarlo ahí, delante de nuestros ojos. Mi trabajo es agarrar esa imagen, desanudarla, romperla en mil pedazos.
[3] Creo que no comprende donde esta parado.
[4] La religión es un manto de piedad contra toda artista conflictiva, la desactivación consiente de cualquier bomba de tiempo. La religión duerme la ira del síntoma, de lo que no anda, de eso que nadie puede detener.
[5] Dar el salto. Saltar los dos juntos. Jugarse y meterse de lleno. El lenguaje es como un líquido espeso que espera sediento darnos la posibilidad de bucearlo.
[6] El muchacho, ahora, muestra su forma de hablar y en esa forma, se percibe un modo de sufrir: las palabras suenan pesadas, duras: escupe piedras.
[7] Una palabra, cualquier palabra. Una frase, cualquier frase. Un gesto, una interjección, un gemido, un movimiento. Cualquier cosa. Eso mínimo, ese detalle, cualquier detalle: puede que sea una definición o puede que sea una sandez. No importa. El enigma adviene, canta sus cuarenta, y se transforma en interpretación. Algo de esta magia, siempre, se me pianta de las manos. No se como funciona.

viernes, 21 de agosto de 2009

Mujer


Ahora está sentada sobre la baranda, mirando al río, sintiendo la brisa entre sus piernas; fuma. Dentro de unos segundos, ya lista, tirará el cigarrillo al agua, se pondrá de pié, agarrará la cartera negra, se la pondrá entre el codo y las costillas, se acomodará la falda, subirá por la vereda, caminará una, dos, tres cuadras, hasta la avenida, esperará un taxi, lo hará detener en la esquina; adentro, acomodándose, dirá: a Chacarita; llegará justo a tiempo, bajará del auto, se acercarán varias personas, y con esa expresión propia de quienes están en los cementerios, la abrazarán, algunos dirán resignados: quévaser, otros no dirán nada, y unos pocos, llorarán en su hombro; entones ella, sin llorar, con una entereza un poco excesiva y hasta inoportuna se arrimará al ataúd, al lado del cura, que la esperará para leer las palabras del evangelio y de ese modo, dar inicio a la ceremonia. Pero ahora está sentada sobre la baranda, mirando el río, dando una pitada tras otra, mirando ese río que no sabe bien quién, pero del que alguien dijo alguna vez que era el más ancho del mundo; y debe ser cierto, piensa; después de todo, más allá de algunos barcos que parecen moverse con cierta soltura sobre el agua, más allá de esa construcción circular que simula ser una prisión, el horizonte se adivina infinito, como el mar. Piensa, entonces, que apenas una media hora antes, sentada en la mecedora de la cocina, le dijo a su hermana, la menor, también de negro riguroso, que ella necesitaba pasar un tiempo, un rato no más, sola; y que la hermana dijo: sí, por supuesto, como vos quieras, y que agarró la cartera, esquivó el comedor donde sus hijos y sus nueras hablaban, salió de su casa, y caminó y caminó hasta que su cuerpo, ya viejo, no dio más, y llegó a la orilla de este río, para fumar tranquila, y mirar el agua y el horizonte, y darse cuenta, ahora se da cuenta, ahora que está sentada sobre la baranda, mirando el río, disfrutando de la brisa que hace mover su pollera, ahora se da cuenta, por esa cosquilla que trepa por entre sus pierna, ahí, en ese instante, lo comprende, después de casi sesenta años de vida y más de cuarenta de matrimonio, es cómo en las películas, piensa, como en las películas cuando la mujer mira a la cámara y no necesita decir una sola palabra para dar a entender lo que está sucediendo, con esa lucidez, se da cuenta de todo, y entonces, ahí, en ese instante: llora, ríe, tose; y una vez más: ríe, tose, llora. Y de pronto, irrumpe, blanda, en cada partícula de su cuerpo, una sensación de tranquilidad extrema.