lunes, 14 de diciembre de 2009

Breve tratado sobre una mujer (tercera parte).


1
Brilla. Como una magnolia, brilla. Entre mis manos. Con su piel a punto de caerse, como si fuera un reptil. Dejando huellas por todas partes: en las cortinas, en las sábanas, en el cenicero, en mis ojos, en las paredes, aun en las paredes. Brilla, esta mujer brilla. Y de golpe - sin que pueda medir la dimensión del acto, casi sin esperarlo: como si del cielo cayeran mil gatos- ella gime. Y yo sé, y ella sabe, y todos sabemos, que ese gemido no es cualquier gemido. Es un regalo. Un regalo involuntario. Algo que se escapa de la boca. En fin, un gesto de ternura. Y yo tiemblo, entonces.

2
Ella cree. En mis manos, cree. En el resto, no, no cree en nada. A veces – por ejemplo, cuando quiero convencerla de algo – a veces, decía, ella puede sentir cierto respeto por mis palabras. Pero al rato, vuelve a dudar. Con mis manos, no: ella cree. ¿Será por eso que se entrega a mi astucia de escultor sin preguntar nada, como si se tirara a la pileta? ¿O será al revés? Yo soy el creyente. Un ignorante capaz de vivir sintiendo que sus pies son el ombligo del mundo. Y si fuera así: ¿qué hago?


3
La veo saliendo de las paredes o de los roperos o de las sábanas.

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