martes, 1 de diciembre de 2009

Roberto Harari, mi maestro



Hay una fonda. Está en la punta de la ciudad, en el límite, ahí desde dónde se ven las ruinas de la muralla y por detrás de las ruinas, el desierto. Se ve el desierto: la arena, esa bruma algo irreal que parece moverse a su antojo por sobre los medanos, y un horizonte impreciso: está el cielo, el sol, algunas nueves, pocas, dos, tres. Es un horizonte marrón, amarillo, por momentos blanco. Es ahí. Ahí hay una fonda. El hombre llega. Entra. Busca la mesa que está pegada a la ventana. Se sienta. Mira por la ventana. Pide algo para beber. El hombre está ahí, sentado contra la ventana, mirando el desierto con un vaso enfrente, sobre la mesa, junto al cenicero de metal en forma de triángulo. El hombre da un sorbo. Y otro. Y otro más. Hace una media hora, más o menos, ese hombre, estaba sentado en el medio de su máquina de trabajo. De sus brazos partían unas cuantas cuerdas que se abrían como una especie de abanico o de arpa; de sus piernas, también partían otro montón de cuerdas que, otra vez, se abrían hacia quién sabe dónde. Y si nosotros no supiéramos que ese hombre, en verdad, estaba trabajando en su máquina, podría creerse, sin lugar a error, que era sometido a un complejo mecanismo de tortura. Pero no, el hombre estaba sentado en su máquina de trabajo. Y esas cuerdas – que eran muchas y de muy variado grosor- se tensaban y destensaban de manera caótica, haciendo que el hombre moviera, en diferentes tiempos y de manera desincronizada, ahora una pierna, ahora un brazo, o por momentos, juntaba las manos y las piernas en su pecho como si quisiera ponerse en posición fetal, de modo que el grueso de las cuerdas se tensaban hasta casi dar la impresión de romperse en mil pedazos, para un segundo después – un poco así de manera brusca – soltaba todas las cuerdas juntas, las dejaba como que se aflojen; pero era solo unos segundos, unos cuantos segundos, porque, algo más tarde, otra vez, todas las cuerdas – y por lo tanto los brazos y las piernas del hombre - volvían a tensarse. Es indudable que lo que en un primer momento – es decir, al primer vistazo – dio la impresión de ser una sesión de torturas en una máquina eclesiástica, un poco después, tomó otro color: los movimientos del hombre, los diferentes movimientos con que ese hombre logró tensar y destensar las cuerdas en su máquina de trabajo, esos movimientos que eran el arte con el que realizaba su quehacer, esos movimientos, decíamos, se parecían a una coreografía amorfa de una belleza absurda y algo torpe, pero encantadora. Y ahora, ahora que lo vemos sentado en esa mesa, contra la ventana, mirando el desierto por detrás de las ruinas de la muralla, dando sorbos espaciados a la bebida, ahora, ese hombre, el hombre que está ahí: ríe. Silba y ríe. Y si no fuera un exceso de nuestra parte, nosotros – que podemos verlo sentado en esa mesa y pudimos verlos laboriosamente hacer lo suyo en la máquina de trabajo – no dudaríamos en creer que ese hombre es un tipo feliz.

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