miércoles, 25 de noviembre de 2009

La ira de dios.

En uno de los apéndices de la biografía kilométrica que escribió Mariano Bertuccelli sobre John Grant, el escocés peronista, se puede leer los siguientes fragmentos traducidos por el mismo biógrafo.
La ira de dios.

I

En el lugar donde dios vive hay una habitación saturada de imágenes. Esas imágenes son de todos los colores y de ninguno; dios debería mirarlas. Tendría que hacerlo porque es su único deber casi. Y por consideración a sus criaturas, además. Pero dios está cansado, muy cansado. Cada tanto asegura, este lunes empiezo. Es una promesa, y en su voz se deja oír el sabor inconfesable de cualquier promesa. Pero dios no cumple. Simplemente le salen al paso cosas que lo distraen: algún responso, un pensamiento absurdo, el recuerdo de su hijo muerto. Aunque duela hay que admitirlo: la soledad de dios es grandiosa y miserable como un galeón en el medio de un desierto.


II

Cuando se inventó la teología se inventó un pasatiempo desatinado: la razón y la fe podían ir juntas. Dios miró al mundo y no pudo evitar reírse a las carcajadas. Pensó que era preferible ese disparate a otros; tal vez menos seguros. Y en cierto sentido no se equivocaba. Cuando se inventó la teología dios, expresamente, se juró no intervenir. Creyó que con la teología nos dejaba un artefacto complejo e inofensivo: sentirnos capaces de desactivar cada una de los misterios del universo. Cuando se inventó la teología dios no advirtió el peligro: las criaturas comenzamos a pensar hasta lo que él, ni remotamente, imaginaba.


III

El primer signo del fracaso fue aquella decisión. Pocos se atrevieron a entenderla. Algunos, incluso, fingieron sorpresa. A todas luces fue algo improvisada. Hecha a los apurones, como quien dice. Hay veces que imagino que dios lo hizo de un modo sincero, pretendiendo lo mejor para el mundo. Otras veces pienso que no, que lo arrebató un sentimiento de soberbia inaguantable. No sé si cabe un pensamiento así. No sé si él se preocupa por eso; tal vez no. Aún así, ya no importan sus razones. Porque la decisión fue un disparate rotundo y elocuente. En el que dios pisoteó su gloria. Y por si esto fuera poco, perdió a su hijo único.

IV

Los teólogos empezaron con sus picardías cuando el fracaso era tan evidente que ya no se podía más que ser un poco más pícaro que otros pícaros; en fin, un simple juego de espejos. Entonces dios supo que aquella decisión había sido su peor metida de pata. Sintió un remordimiento afiebrado. Y aunque suene absurdo, estuvo a punto de mandar todo al cuerno: dios nunca soportó el recuerdo de la humillación de su hijo (que era su propia humillación). Pero mucho antes de la picardía de los teólogos, vio lo que tiempo después sería un pasado. Y ahí, en ese segundo, dios dudó. Y su duda fue un grito y una advertencia. Pero a pesar del grito y a pesar de la advertencia, lo hizo igual: mandó a su hijo al mundo. El aburrimiento vino más tarde. Después de la decisión, después del fracaso de esa decisión, y después de la picardía de los teólogos. Y aunque no fue de una manera declarada, sí fue definitiva: desde aquel día las cosas cambiaron para dios. Y nunca más logró ser el que fue. Es cierto, sin embargo, que hubo momentos singulares. O que ahora, cuando dios ya no sabe qué inventar para pasar el tiempo, los atesora en su recuerdo, y los acaricia con amargura. Casi todos son memorables: el día que su hijo levantó la cabeza, lo miró a los ojos, y dijo: ‘por qué me has abandonado’; la tarde que alguien insinuó que el misterio era una manera elegante de dominio; y el mediodía que el filósofo anunció su muerte. En todos esos momento dios sintió algo parecido.

V

Es curioso lo de dios. Sabe que lo que pide no tiene pie ni cabeza. Sabe que el mundo, la creación, es el resultado de un error. Pero es curioso. Obligó a un pueblo entero a cruzar la nada. Obligó a otro pueblo a creer que un suicidio dramático y conmovedor podía ser una esperanza. Obligó, después, a miles y miles de criaturas a someterse a la peor maquinaria de tortura y espionaje: su institución. Y aún así, todo eso, desde siempre, desde el mismo segundo en que fue concebido, no tuvo ningún sentido. Ni siquiera para él. Por eso resulta curioso lo de dios.

VI

A veces las criaturas nos mortificamos. A veces queremos entender el pliegue de la vida, anudarla a un renglón, escribir su sabia. Esa hora es una hora religiosa, propiamente. Y dios, entonces, asume el respeto de nuestro vacío. Y quiere colmarlo. Y lo colma. Y quiere lavarlo. Y lo lava. Y quiere sanarlo. Y lo sana. A veces las criaturas nos desesperamos. Y en esos instantes dios se porta como debe portarse: hace un silencio tan meridiano que vale más que cualquier palabra. Y esa es otra hora religiosa, propiamente.


VII

Habría que atreverse a decirlo; decirlo con todas las letras, sin temor. Habría que ser valiente, además, para narrarlo; narrarlo con todos los detalles, sin culpa. Habría que saber cómo se hace, cuáles son esas palabras, desesperadas palabras, con las que se alcance a representar el remordimiento divino. Un remordimiento que parece efímero y certero como el aire. Añejo, amasado en una soledad inmensa. Habría que intentarlo, sin duda. Porque en ese remordimiento, en esa cruel espada de acero y metáforas, duerme el signo menos leído del mundo.

VIII

Y ahí se ve. El sol está apoyado en el mar, iluminando la playa, esperando la hora exacta para irse. Y sobre la arena, desparramada, sin orden, se adivina una sombra. Y ahí se ve. A dios. Ahí se ve su derrota. En una playa desierta, solo. Es una sombra alargada, caótica. Una sombra que asusta.
Da pena.

IX

Sobre el final de un siglo, un solo hombre escribió una serie de páginas que resultaron fatalmente proféticas. Lo que decían era injurioso y blasfemo, pero verdadero. Dios leyó esa sangre con una emoción que ya ni recordaba poder fingir. Después levantó la cabeza. Y pensó que si tendría que elegir, no lo dudaba: entre la picardía de los antiguos teólogos y la rebelión de aquel hombre, prefería esto último. En ese grito se oía un clamor rabioso, sincero, ajeno a las alambicadas maniobras de los teólogos. Dios sintió admiración por ese hombre. Sintió que en su voz se anudaba una esperanza más religiosa que la de cualquier religión. Dios terminó de comprenderlo cuando aquel hombre, con voz dura, anunció su funeral. Pero dios no hizo nada. No se enojó, siquiera. Mucho menos hizo lo que esperaban muchos: ponerse del lado de los teólogos, de su poder. Sintió, en cambio, el peso de una resignación cercana a la desidia. "Prefiero que me crean muerto y me olviden a que me supliquen todo el día", susurró con el mismo tono desabrido de aquel que no puede terminar de asumir su deber.

X

Las criaturas siempre creímos que la ira de dios era el estrépito de un trueno, o la indecisa luz de un relámpago, tal vez el ruido penetrante del mar; seguro, los males de este mundo. Pero la ira de dios es otra cosa. Es una modorra que lo tiene tumbado en una esquina, mirando la pared, perdido. Meciéndose como un loco. Sintiendo en su pecho un dolor agudo. Un dolor despiadadamente agudo que recuerda, todo el tiempo, el desencuentro de su fracaso. Esto y no otra cosa, es la ira de dios.

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