martes, 15 de diciembre de 2009

Charla con Bachi sobre la subsistencia.

Hay una bandeja con escones,
está sobre la mesa, al lado
de la pava con el agua para

el té. Bachi habla, dice cosas:
un día, Marcos, tendrías que
hacer como los monos, ellos si

que se la pasan de liana en liana,
y zafan, creo, ellos zafan de
tener que darle explicaciones a

cualquier hijo de vecino. Igual,
qué importa, ¿no?, digo: después
dicen que te pasas de escritor,

que te pasas de rosca, digo.
Bachi sirve el té en unas tazas,
me alcanza una, agarra otra.

Doy un trago; da un trago. Y
le respondo: me paso, yo lo sé,
y eso que cumplo con el abc

del protocolo del buen vecino,
pero viste: uno no puede más
que seguir sus enfermedades.

Entonces, Bachi, así, misteriosa
como es, nunca deja de hilar fino
y vuelve a acertar: es que el tuyo

es un problema religioso,
dice
se ve, claro, en el medio de
tu pecho. Como una lucecita

que titila y titila a su
antojo. Y vos, Marcos, vos que no
sabes cómo hacer para volar,

querés y no podés, es eso:
dejarse de joder y largarte,
¿me entendés?, Marcos.

Después nos despedimos, los dos:
Bachi sale y se va para su
casa; yo, me quedo sentado.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Está ahí.

Está ahí
la siento, se huele
y si aparece,
si ocurre ese milagro,
entonces
dice lo que dice una mujer
y mueve su cuerpo como lo haría una mujer.

No sé cuál puede ser su nombre
invento aquellos que me parecen
creo,
dan justo con su tipo
aunque no acierte

huérfano,
la espero.

llevo una mujer adentro.

Breve tratado sobre una mujer (tercera parte).


1
Brilla. Como una magnolia, brilla. Entre mis manos. Con su piel a punto de caerse, como si fuera un reptil. Dejando huellas por todas partes: en las cortinas, en las sábanas, en el cenicero, en mis ojos, en las paredes, aun en las paredes. Brilla, esta mujer brilla. Y de golpe - sin que pueda medir la dimensión del acto, casi sin esperarlo: como si del cielo cayeran mil gatos- ella gime. Y yo sé, y ella sabe, y todos sabemos, que ese gemido no es cualquier gemido. Es un regalo. Un regalo involuntario. Algo que se escapa de la boca. En fin, un gesto de ternura. Y yo tiemblo, entonces.

2
Ella cree. En mis manos, cree. En el resto, no, no cree en nada. A veces – por ejemplo, cuando quiero convencerla de algo – a veces, decía, ella puede sentir cierto respeto por mis palabras. Pero al rato, vuelve a dudar. Con mis manos, no: ella cree. ¿Será por eso que se entrega a mi astucia de escultor sin preguntar nada, como si se tirara a la pileta? ¿O será al revés? Yo soy el creyente. Un ignorante capaz de vivir sintiendo que sus pies son el ombligo del mundo. Y si fuera así: ¿qué hago?


3
La veo saliendo de las paredes o de los roperos o de las sábanas.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Breve tratado sobre una mujer (segunda parte).




1
¿Qué es? Alguien podría explicarme qué es. Eso. Eso que vive en su cuerpo. Es eso. Que está agazapado, listo para dar el zarpazo, ahí: en su piel o en su voz, tal vez en sus ojos, seguro: en su mirada. Digo yo: ¿qué es? A veces creo verlo. O me convenzo de que lo siento y lo tengo entre mis manos. Después comprendo que no, que no está, que mis ganas me jugaron una mala pasada. Por eso, digo, repito, lamento, grito: ¿qué es?

2
Las caderas de esta mujer no son misteriosas, son algo sagrado, que no es lo mismo. Tal vez por eso dan un poco de miedo. Es el típico temor religioso, ese que nos hace ponernos de rodillas, o reprimir el insulto asesino con el que quisiéramos matar a dios. Cuando las tengo entre mis manos, no sé qué pensar: es como un tobogán en el que caigo, con los ojos achinados, riendo. Las caderas de esta mujer se mueven ignorando el maremoto que se desatan. A veces pienso que lo hace adrede. Pero no estoy seguro.

3
Ahora mismo. Ahora. En este instante. Ahora. Ya. Es ahí, ahora. Es ahora. No después o mañana o el lunes o el martes, es ahora: quiero destriparla, quiero esculpir un signo en su vientre, quiero comerme sus lunares, lavarle los tobillos, meter las manos en el agua de sus pupilas. Ahora mismo. Es ahora. Mañana, no sé. Mañana, veremos. Es ahora. Ya mismo. Antes, un poco antes de quedarme sin aire.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Breve tratado sobre una mujer (Primera parte).


1
Su voz hace estragos en mi cuerpo: se mete en el tímpano, cosquillea, no deja de moverse, de pronto es un insecto de patas finas y largas: una libélula; de pronto es una pluma de ganso. Su voz baila entre la carne y el hueso. Bucea, queriendo encontrar el camino más corto, la salida segura. Pero se pierde. Su voz es una aguja de tejer. O uno hombrecito que nada crol o mariposa o pecho o vaya a saber uno cómo es que su voz – esa bestia mineral que no deja de perturbarme- vive en la sangre de mis arterias. Su voz hace estragos en mi cuerpo: ahora la encuentro en los ganglios, silbando o cantando o rumiando una música de sirena desangelada, esa misma, la de siempre, la de Ulises.


2
No consigo decidirme. Tenso, casi mareado, un poco torpe, vivo entre la feroz ironía - esa que convierte el sonido de un pájaro en una cimitarra – y la ternura que logra deshacer hasta el más pintado. Y es probable que este hechizo tenga que ver con algo suyo: eso que se desprende de su cuerpo. No sabría explicarlo - no sé si querría hacerlo, por otra parte-, pero la soltura con la que se mueve, esa manía tan suya de transmitir una impresión desdibujada - como si alguien pudiera estar más acá de cualquier cosa – algo de todo eso me perfora. Es un dolor de estómago y a la vez, un alarido.


3
Después de cada encuentro regreso empapado de su agua de bestia mineral. La conozco. Ese agua es la bendición blasfema con la que una mujer hace estallar en mil pedazos hasta la muralla china. Es la misma. Que es azufre, además. Puedo bañarme en ella, lo sé. Puedo hacer que recorra mis heridas y hasta que lave sin culpa las manchas del pecado de mi especie. Y reírme. Con ganas. Reírme de todo. Mofarme de mis prejuicios, también. Y que me haga creer – aunque sea por un segundo- que soy el único amo de su furia.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Costumbre.

No se sabe qué tipo de costumbre es:
ella viene corriendo,
alegre. Seguro que no del todo, aunque se ría.
Y entrega.
Y deja.
Y se hace.
Ella viene corriendo.
Por la vereda.
Escondiéndose de autos y de mafiosos,
de vírgenes marías
- que por alguna miseria,
siempre están mirando-
de caños de escape
de tendones,
descuartizados tendones,
de prejuicios,
de novios,
se esconde de novios
y de prejuicios, sí,
y de arañas peludas.
No se sabe qué tipo de costumbre es,
eso es bien claro.
Por ejemplo, él:
¿qué es lo que hace?
De pronto, parece un chico,
grita como si nada importara,
o finge sufrir
o cuenta las hileras de los pasillos,
o silba una tonada,
o se deja llevar por el río,
corriente abajo,
hacia el remolino
el ojo del remolino
ese ojo, que está ahí
esperando tragárselo.

martes, 1 de diciembre de 2009

Roberto Harari, mi maestro



Hay una fonda. Está en la punta de la ciudad, en el límite, ahí desde dónde se ven las ruinas de la muralla y por detrás de las ruinas, el desierto. Se ve el desierto: la arena, esa bruma algo irreal que parece moverse a su antojo por sobre los medanos, y un horizonte impreciso: está el cielo, el sol, algunas nueves, pocas, dos, tres. Es un horizonte marrón, amarillo, por momentos blanco. Es ahí. Ahí hay una fonda. El hombre llega. Entra. Busca la mesa que está pegada a la ventana. Se sienta. Mira por la ventana. Pide algo para beber. El hombre está ahí, sentado contra la ventana, mirando el desierto con un vaso enfrente, sobre la mesa, junto al cenicero de metal en forma de triángulo. El hombre da un sorbo. Y otro. Y otro más. Hace una media hora, más o menos, ese hombre, estaba sentado en el medio de su máquina de trabajo. De sus brazos partían unas cuantas cuerdas que se abrían como una especie de abanico o de arpa; de sus piernas, también partían otro montón de cuerdas que, otra vez, se abrían hacia quién sabe dónde. Y si nosotros no supiéramos que ese hombre, en verdad, estaba trabajando en su máquina, podría creerse, sin lugar a error, que era sometido a un complejo mecanismo de tortura. Pero no, el hombre estaba sentado en su máquina de trabajo. Y esas cuerdas – que eran muchas y de muy variado grosor- se tensaban y destensaban de manera caótica, haciendo que el hombre moviera, en diferentes tiempos y de manera desincronizada, ahora una pierna, ahora un brazo, o por momentos, juntaba las manos y las piernas en su pecho como si quisiera ponerse en posición fetal, de modo que el grueso de las cuerdas se tensaban hasta casi dar la impresión de romperse en mil pedazos, para un segundo después – un poco así de manera brusca – soltaba todas las cuerdas juntas, las dejaba como que se aflojen; pero era solo unos segundos, unos cuantos segundos, porque, algo más tarde, otra vez, todas las cuerdas – y por lo tanto los brazos y las piernas del hombre - volvían a tensarse. Es indudable que lo que en un primer momento – es decir, al primer vistazo – dio la impresión de ser una sesión de torturas en una máquina eclesiástica, un poco después, tomó otro color: los movimientos del hombre, los diferentes movimientos con que ese hombre logró tensar y destensar las cuerdas en su máquina de trabajo, esos movimientos que eran el arte con el que realizaba su quehacer, esos movimientos, decíamos, se parecían a una coreografía amorfa de una belleza absurda y algo torpe, pero encantadora. Y ahora, ahora que lo vemos sentado en esa mesa, contra la ventana, mirando el desierto por detrás de las ruinas de la muralla, dando sorbos espaciados a la bebida, ahora, ese hombre, el hombre que está ahí: ríe. Silba y ríe. Y si no fuera un exceso de nuestra parte, nosotros – que podemos verlo sentado en esa mesa y pudimos verlos laboriosamente hacer lo suyo en la máquina de trabajo – no dudaríamos en creer que ese hombre es un tipo feliz.