viernes, 11 de diciembre de 2009

Breve tratado sobre una mujer (Primera parte).


1
Su voz hace estragos en mi cuerpo: se mete en el tímpano, cosquillea, no deja de moverse, de pronto es un insecto de patas finas y largas: una libélula; de pronto es una pluma de ganso. Su voz baila entre la carne y el hueso. Bucea, queriendo encontrar el camino más corto, la salida segura. Pero se pierde. Su voz es una aguja de tejer. O uno hombrecito que nada crol o mariposa o pecho o vaya a saber uno cómo es que su voz – esa bestia mineral que no deja de perturbarme- vive en la sangre de mis arterias. Su voz hace estragos en mi cuerpo: ahora la encuentro en los ganglios, silbando o cantando o rumiando una música de sirena desangelada, esa misma, la de siempre, la de Ulises.


2
No consigo decidirme. Tenso, casi mareado, un poco torpe, vivo entre la feroz ironía - esa que convierte el sonido de un pájaro en una cimitarra – y la ternura que logra deshacer hasta el más pintado. Y es probable que este hechizo tenga que ver con algo suyo: eso que se desprende de su cuerpo. No sabría explicarlo - no sé si querría hacerlo, por otra parte-, pero la soltura con la que se mueve, esa manía tan suya de transmitir una impresión desdibujada - como si alguien pudiera estar más acá de cualquier cosa – algo de todo eso me perfora. Es un dolor de estómago y a la vez, un alarido.


3
Después de cada encuentro regreso empapado de su agua de bestia mineral. La conozco. Ese agua es la bendición blasfema con la que una mujer hace estallar en mil pedazos hasta la muralla china. Es la misma. Que es azufre, además. Puedo bañarme en ella, lo sé. Puedo hacer que recorra mis heridas y hasta que lave sin culpa las manchas del pecado de mi especie. Y reírme. Con ganas. Reírme de todo. Mofarme de mis prejuicios, también. Y que me haga creer – aunque sea por un segundo- que soy el único amo de su furia.

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