domingo, 13 de septiembre de 2009

El fracaso de lo inconsciente es el amor.


El odio. Sobre todo: el odio. Ellos lograron civilizarlo. Despiojar sus plumas sin necesidad de insecticida, con las manos, así: agarrando la pluma, buscando el piojo, sacándolo, clavándole las uñas para que reviente. Fue así. Porque entre hombres, siempre, hay odio. Ellos pudieron, mal que nos pese, pudieron hacerlo. Tal vez por eso, rían. De eso, ríen: saben, ellos saben, ellos supieron, lo supieron desde el primer día. Eran chicos: Lennon cantaba en el escenario vestido como si fuera un vaquero infantil y ridículo; McCartney estaba entre el público. Después, se juntaron en los bastidores, atrás del escenario. McCartney agarró una guitarra, pero la agarró al revés de cómo se agarra una guitarra: con el puente hacia la derecha. De todos modos, lo que impresionó a Lennon no fue eso, si no la voz: McCartney sabía imitar todas las muecas de Little Richard, ese falsete rasposo que por ese entonces hacia chillar a las colegialas. Entonces se odiaron. Lennon odió la facilidad musical de McCartney; McCartney odió el carisma de Lennon. El odio no es como el amor: el amor es ciego. El odio es lúcido: un destello frágil de luz que se desparrama sobre la superficie y nos hace ver, de pronto, el contorno secreto de las cosas. Ellos se odiaron. Toda la vida lo hicieron. A Lennon lo mataron un 8 de diciembre de 1980, por la madrugada. Y es probable que a McCartney la noticia, lo haya puesto contento. Seguro, pensó: listo, me saque un peso de encima. Pero se equivocó de cabo a rabo.

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