viernes, 4 de septiembre de 2009

Dévodi.



A las dos de la madrugada suena el primer balido: de pronto es agudo, de pronto es grave. Sale de la boca de su estómago y cada tanto se atora. Dévodi, entonces, tiembla. Y una corriente eléctrica pasa de la cabeza a los pies; parece una anguila. Al rato, suena otro balido pero ahora es menos importante que el anterior. De hecho, apenas se oye. Ella, a su lado, no consigue dormir. Dévodi infla su panza, la garganta gorgorea y la boca se abre, ahora ya no es un balido, ahora es un eructo, un eructo que se arrepiente y entrecortado queda en la punta de su lengua, como si no se decidiera del todo a salir. Ella sigue igual, con los ojos abiertos, mirando el techo. Se incorpora, sorprendida del silencio. A su lado, Dévodi sigue: sube, baja; baja, sube. Ella vuelve a recostarse; está cansada. Cierra los ojos. Se duerme. Y en medio de un sueño mezquino algo la despierta: otro balido. Mira a su izquierda. Dévodi sigue ahí: sube, baja; baja, sube. Dévodi, ahora, abre la boca. Y el balido vuelve a salir pero ahora es agudo: una locomotora a vapor, una puerta abriéndose, el pulmón de un asmático. A lo lejos, perdido, se oye un reverbero de aljibe. Ella, intrigada, se acerca a Dévodi. En la penumbra, vuelve a oír el reverbero de aljibe. Ella, ahora, acerca su ojo a la boca de Dévodi. Y el reverbero de aljibe - que una vez más vuelve a sentirse como si la garganta de Dévodi fuera un pozo metafísico - no parece amenazante. Tal vez por eso, ella no se hace a un lado, ni tampoco intuye lo que viene. Es ahí, en ese instante, cuando de adentro mismo de la garganta de Dévodi, un chorro negro de agua, sale con la furia de mil potros, golpeándola, ahogándola y haciendo que ella escupa, casi vomite, salga de la cama, reconociéndose en el espejo de la cómoda- ve su cara, el pelo negro mojado, parte de su cuerpo -. Entonces se da vuelta, mira a Dévodi. Sigue ahí, todavía: el agua negra sale de su boca; es un chorro inaguantable que sube hasta las aspas del ventilador y se abre para todos lados mojando la colcha, el piso, la cómoda de madera, el espejo, las paredes. De golpe, Dévodi se incorpora en la cama. Y ahora, el chorro da contra el televisor. El cristal de la pantalla revienta en mil pedazos. Ella se apura: corre hasta donde está Dévodi y le pone una mano en la boca. Quiere detener el agua negra pero el chorro parece tener vida propia, y por entre sus dedos encuentra cómo salir: es una estrella que gira sobre si misma, salpicando las paredes, la cortina, el armario. Ella piensa que cualquier cosa que haga no tiene ningún sentido. Se aleja, entonces, asustada o resignada, hasta la puerta. Ahora Dévodi es un buda que larga un chorro de agua negra por su boca como si fuera una fuente de bronce o un lobo marino que alguien dejó ahí olvidado y que espera, impertérrito, que alguien venga a desconectar su mecanismo. Y de hecho, ella, por un rato, se queda así sin saber si salir corriendo o gritar. Hasta que sucede el milagro. En rigor, no es un milagro. Pero sucede como si lo fuera. De pronto, sucede. Y ella suspira. Tal vez aliviada, o triste, o alegre. Es decir: de golpe Dévodi deja de escupir el agua negra, y es difícil adivinar cual puede ser el sentimiento de ella: se queda ensimismada, el hombro contra el marco de la puerta, algo ida, sin reaccionar. Dévodi, por su parte, tiene los ojos vidriosos, petrificado, mirando quien sabe qué, todavía con la boca abierta. De la comisura de los labios, cae, un poco así como si fuera una despedida melancólica, un hilo de baba que se desparrama sobre el cuello de la camisa del pijama y termina goteando sobre la colcha. Ella se queda mirándolo durante unos minutos. Uno, dos, tres, y hasta cuatro minutos. Y en ese tiempo da la impresión de que ella y Dévodi decidieron quedarse quietos, tranquilos y quietos. Tal vez componiendo un cuadro que nadie dudaría en titular como después del desastre. Pero ella reacciona, por fin. Va hasta la cocina. Agarra un trapo de piso, un balde, y un secador. Vuelve. Y mientras Dévodi sigue ahí - todavía sentado en la cama con la boca abierta esperando no se sabe que cosa -, ella, sin más, se pone a arreglar el cuarto: junta los vidrios de la pantalla del televisor. Los mete dentro de una hoja de diario, y lo tira a la basura. Después, pasa el trapo, limpiando el agua negra que escupió Dévodi. Una vez que termina con el piso. Trata de limpiar los muebles, las paredes, el ventilador, el armario. Pero la tarea no resulta sencilla, por el contrario: el agua de las paredes no se seca con el trapo, mas bien se desparrama, la madera de la cómoda, sigue húmeda y ella supone que va a tener que sacarla al sol. Otro tanto, sucede con el ventilador: las aspas formaron como un fango medio asqueroso entre el agua y la mugre, de modo que cuando ella pasa el trapo, ese fango antes que limpiarse se distribuye mas todavía a lo largo del ventilador. Después saca la colcha y las sabanas de la cama. Y es curioso, porque Dévodi no se inmuta. Sigue ahí, sentado en el medio de la cama, todavía con la boca abierta y los brazos a los costados, ahora sobre el colchón. Ella le desabotona la camisa del pijama; se lo saca y lo tira, todo mojado y hecho un trapo, dentro del balde. Después hace lo mismo con el pantalón y con el calzoncillo. De pronto, ahora, Dévodi, desnudo, sentado, desnudo: sentado y húmedo, tiene realmente la apariencia de un buda. Ella lo mira y sonríe. Lleva todas las cosas hasta la cocina. Vuelve. Se sienta en el borde del colchón. El sol de madrugada ilumina la habitación, toda la habitación. Ella enciende un cigarrillo. Y lo fuma. Da una pitada, hecha el humo; da otra pitada, hecha el humo. Siempre es lo mismo, piensa. Con este tipo siempre es lo mismo, vuelve a pensar. Siempre es lo mismo, con Dévodi, piensa, siempre termina igual. Ella no llora. No alcanza a llorar, pero en sus ojos se dibuja el brillo de una lágrima.





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