viernes, 23 de octubre de 2009

Bachi en el muelle, hablando del peligro sentimental de la herejía.


Te oigo, Bachi, puedo oírte hablar, tus palabras,
verte, incluso. Verte de pie, en el muelle, de noche,

en el muelle de siempre, en el que alguna mañana
mientras bajas las cosas de la embarcación: la comida,

la bolsa de dormir, los diamantes, el camello; o sea:
estás ahí adelante, no sé si sos una imagen o qué,

y hablas. Lo de la blasfemia es una impostura risueña,
decís. No te creo del todo, seguís diciendo, te pregunto:

¿cómo puede ser que estés siempre con lo mismo?
No hay que ser un adivino, después de todo, para

darse cuenta que esas cosas, las cosas sagradas,
esas cosas de las que siempre te estás burlando;

digo: ponerte un poco en paladín del diablo,
repetir sin pensar algunas sentencias filosas,

de las que escribió el visionario alemán, de esas,
escupir al cielo como si eso no tuviera efectos,

o qué se yo, Marcos, vos sabes de qué te hablo:
de tu impostura, de tu risueña impostura, ¿me entendés?

Te oigo, Bachi, ahora puedo oír bien clara tu voz:
parece un hilito de agua que anda raquítico por el barro,

eso parece. Y sin embargo: tu voz habla en serio.
De pronto, estás bien cerca, al alcance de mi mano,

ahí, Bachi, estás ahí: dejaste la embarcación, el muelle,
hiciste todo ese trayecto: desde el muelle hasta el árbol,

y lo hiciste como si volaras o fueras un ser sobrenatural;
que no sos, por otro lado. Y entonces, Bachi, entonces,

volvés a hablar. Tal vez yo tenga miedo, decís, miedo
de que no sea sólo una impostura, de que tus palabras,

esas palabras que a veces parecen cuchillos afilados,
se me claven en la carne, y me lastimen, Marcos.

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