martes, 25 de agosto de 2009

Psicoanálisis


Jessica Schwarz, una crítica porteña que vive en Córdoba, me regalo un libro de un poeta desconocido, Ricardo Arias. A continuación transcribo el prologo y el primer canto del extenso poema.


Prologo

La mística excede lo literario. Es una experiencia que rebalsa por todos los costados la forma. Sin embargo, esa experiencia se hace visible a través de y por una forma literaria. El tema es peliagudo. Y parece no necesitarse de la fe para discutirlo. Quiero decir: nadie duda de la belleza y la eficacia de los versos de San Juan de la Cruz, como tampoco nadie duda de la belleza y eficacia de sus comentarios en prosa. Pero el lector de poesía, sabe que cuando hay belleza y eficacia, algo sucedió. Un simple rimador o un mero profesional del verso, no escribe La noche oscura, o el Cántico espiritual. Entonces, digo: siempre creí en el poeta español y nunca necesité creer en su dios.
En otro lugar hablé sobre la relación entre experiencia y retórica. Ahí dije que parte del misterio de un hecho poético se puede cifrar en el modo en que un poeta resolvió la alquimia que hay entre la experiencia y la retórica: qué decir, por un lado, y, cómo decirlo, por otro. Todo esto lo dije a propósito de un autor controvertido, G. L. Damiano. Y por eso, aún hoy sostengo, que en la poesía y en el poeta siempre hay algo de mística y de místico: el poeta sabe que entre lo que le sucedió y eso que escribe hay un vacío insoportable. Pero el poeta nunca es religioso (aún los poetas místicos); al contrario, el poeta es un blasfemo capaz de llegar hasta un abismo en donde las palabras parecen respirar de otro modo y el lenguaje simular deshacerse entre sus manos. Esta convicción aleja al poeta del creyente. El creyente respeta el límite impuesto por el misterio. Puede mirarle los ojos a dios, si quiere, pero lo que nunca podría hacer es insultarlo.
Todo esto, me lleva a decir que el poema narrativo Psicoanálisis de Ricardo Arias es un poema místico. La experiencia de la que parte parece una experiencia menor y hasta injustificada para un poema: la consulta con un psicoanalista. La forma que eligió el poeta es la del dialogo, al modo en el que está resuelto ese otro gran poema místico: El cantar de los Cantares. Pero esta vez, Ricardo Arias, compone un diálogo a través de otro recurso: la nota al pie. En el poema hay dos voces. Una es la del paciente, ese que sufre (por su neurosis y por su psicoanalista) y la otra, la del propio analista. Y la tensión entre estas voces, convierten al poema en un fresco donde se perciben las diferentes temperaturas por las que la charla psicoanalítica transcurre. Tal vez por esto- por querer simular literariamente una conversación- el tono del poema es un tono coloquial, en el que se deja respirar- paradojas de la poesía moderna- la pedestre puntuación de la prosa. El paciente se queja, dice: Llegué justo. Toqué el timbre. / Sonó la chicharra. Se abrió la puerta. / Llegué sin aire, / después de subir los escalones de dos en dos / con una vaga sensación de asfixia / como si eso fuera lo verdadero / eso que yo sé que no miente / casi no veo la necesidad de decirlo / es así: estoy sin aire, no doy más / y no sé qué hacer. El analista, a pie de página anota: Hoy vino a verme un muchacho de espíritu dramático: repite, cada dos por tres, que su vida es un sinsentido, sin advertir que cualquier sinsentido es un sentido, tal vez demasiado pesado para soportarlo. Un poco más adelante el paciente cuenta la experiencia del diván; dice: Hablar al techo es como hablar sin brújula / Después me vi a mi mismo: / encorvado, salía de una fiesta / la chica discreta, a mi lado / hablaba todo el tiempo de un tal berni. / Creí que se trataba del pintor, / y le dije: no me gusta la pintura, / no la entiendo. La chica discreta me abrazó. / Creo que lloraba. El dijo: usted no entiende nada. / Usted tampoco, le dije. Y un segundo después: / ¿qué hago con una mujer? Esta vez el analista, anota: el muchacho, ahora, muestra su forma de hablar y en esa forma, se percibe un modo de sufrir: las palabras suenan pesadas, duras: escupe piedras. De a poco, el poema, se vuelve cada vez más onírico: los bordes se esfuman, las voces se confunden, los tiempos se trastocan. Y es a través de este clima onírico donde el poeta consigue acercarnos (aunque sea de un modo infinitesimal) al inefable psicoanalítico por excelencia: lo que sucede en la intimidad de una sesión. Ahí el poema adquiere un tono francamente caótico: lo que en un principio simulaba ser un diálogo más o menos reglado, ahora es una superposición de escenas y voces, en los que resulta difícil entender quién es el que habla. Y aún así – digo, a pesar de este torbellino de palabras- nos damos cuenta que la batalla principal se juega en torno a la pesadez de la lengua. O aun mejor: en cómo hacer para no enfermar de dicha pesadez. Es entonces que creemos entender algo de la frontera entre el obrar psicoanalítico y el obrar poético.
Que el poema de Ricardo Arias es un poema místico, ya lo dije; lo que no dije es que si hablamos de mística terminamos hablando de amor. Acaso porque la experiencia mística no es otra cosa que una experiencia de amor. No sé si la experiencia psicoanalítica, es solo una experiencia de amor; me parece que no. Sin embargo, Freud lo dijo sin pelos en la lengua: la transferencia es amor y además, es un amor genuino- es decir: engaño, odio, sumisión, erotismo, rebeldía, culpa, rechazo, saber. Tal vez por esto el psicoanálisis se haya convertido en una de los escasos lugares donde aún hoy se resista a la enfermedad de nuestros tiempos: la descomposición de cualquier experiencia. En fin, Ricardo Arias, con su poema, entre otras cosas, nos enseña algo que parece ínfimo, pero, seguro, es algo novedoso: un psicoanálisis es una relación amorosa donde los que se aman, hablan. Y lo hacen de un modo especial: sin mirarse a los ojos.

Jessica Schwarz.
Villa General Belgrano, Junio de 2008.


Psicoanálisis
Diario clínico.

1

Hace una semana conocí una chica discreta
la vi entre la gente
hablé, dije esto o aquello
hoy nos veríamos en algún sitio
pero antes voy a la consulta con un psicoanalista.
Es viernes, son las tres de la tarde.

Llegué justo. Toqué el timbre.
Sonó la chicharra. Se abrió la puerta.
Llegué sin aire,
después de subir los escalones de dos en dos
con una vaga sensación de asfixia
como si eso fuera lo verdadero
eso que yo sé que no miente
casi no veo la necesidad de decirlo
es así: estoy sin aire, no doy más
y no sé qué hacer[1].

Me senté.
Prendí un cigarrillo, prendió un cigarrillo
y hablé. Dije que las cosas se me caían de las manos
y que seguía sin entender por qué tenía faltas de ortografía
y que la sensación de un tornado venía por mi pecho[2].
Di una pitada, dio una pitada
largué el humo, largó el humo,
mi vida se debate entre el intelecto y la emoción, dije.
El se rió sin reírse[3].
¿Por qué separa las cosas?, dijo, no lo entiendo.
Salí del consultorio, era de noche.
¿Qué pasó ahí adentro?, pensé, en la calle, solo, sin aire, otra vez sin aire.

La chica discreta es un peligro para mi religión
y me lo hace saber.
El no hace otra cosa que provocarme
todo el tiempo
a veces creo que se divierte conmigo,
a veces creo ser un juguete de su inteligencia[4].

Ayer me sentí muy mal.
Hablé de papá.
Dije una cosa terrible (o que a mí me sonó terrible).
Era una imagen, como en el cine.
El ataúd estaba en el centro de una habitación
la gente se me acercaba con mucha distancia,
usted es un poco antiguo, me dijo él.
(eso me divierte: que nos tratemos de usted
es ridículo, en parte, y sin embargo:
suena necesario).
Al final dijo:
la próxima, el diván[5].

La chica discreta se hace la tonta
y no es tonta, es otra cosa:
no sabe qué hacer con mi despiste.
Yo tampoco.
El se ríe.
No lo soporto.
No soporto que se ría.
Aunque tenga razón.

Me tiré en el diván creyendo que era un acto cualquiera.
Pensé: total, es lo mismo, tengo que hablar de cualquier modo.
Vi el techo blanco y la luz reflejada en el techo blanco.
¿Qué le pasa?, dijo él, si se siente mal, no hay problema: volvemos cara a cara.
Creo que me esforcé porque no se diera cuenta de mi pavor.

Hablar al techo es como hablar sin red.
Después me vi a mi mismo:
encorvado, salía de una fiesta
la chica discreta, a mi lado
hablaba todo el tiempo de un tal berni.
Creí que se trataba del pintor,
y le dije: no me gusta la pintura,
no la entiendo. La chica discreta me abrazó.
Creo que lloraba. El dijo: usted no entiende nada.
Usted tampoco, le dije. Y un segundo después:
¿qué hago con una mujer?[6]

Un hombre se hace hombre cuando no sabe qué hacer con una mujer,
y eso, además, es el inicio de otra cosa.
Un hombre nunca sabe qué hacer con una mujer, nunca aprende.
El me dice estas cosas como si fueran verdades a medias.
A veces sus palabras suenan fatales, por más que esté diciendo una pavada.
El sexo no tiene dueño, dijo él, y usted se hace el que no le importa.[7]

En un día tuve dos visiones:
Una iglesia repleta de gente
el cura levanta la hostia al cielo,
murmura la misa
la gente se arrodilla, baja la cabeza,
¿qué es esta mentira?, de pronto, digo.
La otra visión:
Estoy en la parada del colectivo,
es de noche, hace calor
espero, levanto la mano, detengo el colectivo
subo, le doy el billete al conductor
me da el boleto, me doy vuelta
camino por el pasillo
el colectivo está repleto de mujeres.

[1] Hoy vino a verme un muchacho de espíritu dramático: repite, cada dos por tres, que su vida es un sinsentido, sin advertir que cualquier sinsentido es un sentido; tal vez demasiado pesado para soportarlo.
[2] El idioma del síntoma es la lengua de las imágenes: mostrar lo que no anda, dejarlo ahí, delante de nuestros ojos. Mi trabajo es agarrar esa imagen, desanudarla, romperla en mil pedazos.
[3] Creo que no comprende donde esta parado.
[4] La religión es un manto de piedad contra toda artista conflictiva, la desactivación consiente de cualquier bomba de tiempo. La religión duerme la ira del síntoma, de lo que no anda, de eso que nadie puede detener.
[5] Dar el salto. Saltar los dos juntos. Jugarse y meterse de lleno. El lenguaje es como un líquido espeso que espera sediento darnos la posibilidad de bucearlo.
[6] El muchacho, ahora, muestra su forma de hablar y en esa forma, se percibe un modo de sufrir: las palabras suenan pesadas, duras: escupe piedras.
[7] Una palabra, cualquier palabra. Una frase, cualquier frase. Un gesto, una interjección, un gemido, un movimiento. Cualquier cosa. Eso mínimo, ese detalle, cualquier detalle: puede que sea una definición o puede que sea una sandez. No importa. El enigma adviene, canta sus cuarenta, y se transforma en interpretación. Algo de esta magia, siempre, se me pianta de las manos. No se como funciona.

4 comentarios:

  1. Alguien me dijo "los artistas somos muy egoistas y queremos que todos escuchen, vean, sientan, lo que nos pasa..." Ojala el hombre y el artista se complementen cuidando a algunos de "ese egoismo creativo" si realmente existe....

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  2. ¿Complemento? No creo. Una de las consecuencias del descubrimiento freudiano, justamente es ese: que al menos en esta vida las cosas están desacopladas.

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  3. Por suerte el mundo no es solo freudiano... ja ja ! deci complemento, acompañen, acuerden en un punto, tengan en cuenta....
    No importa o si.... quíén sabe?

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  4. Bueno... Es cierto: el mundo no es sólo fruediano. Ni tampoco crisitano, ¿no?

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