lunes, 17 de agosto de 2009

El escoces peronista





John W. Grant (Escocia, 1885-Argentina, 1989): Mariano Bertucelli se encargó con devoción a reconstruir la vida de John W. Grant; fruto de ese trabajo es la monumental biografía de mil quinientas páginas, El escocés peronista. Ahí, en sus primeras paginas, nos enteramos que John W. Grant nació en Kinmount, un pueblo ganadero al norte de escocia. Fue el quinto hermano de una familia de pastores. Grant, desde muy pequeño, sintió una rara afinidad por la especulación intelectual de la que el padre y sus hermanos siempre sintieron recelos. A los 17 años, después de vivir enfrentado a su familia, escapó de su pueblo. Durante un tiempo viajó por el Reino Unido hasta instalarse en Londres. En un hotel donde trabajaba, conoció a un rufián de origen italiano, un tal Gianluca Ramponelli. Ramponelli, sintió un cariño especial por el joven escocés. Y al poco tiempo, Grant se convirtió en la persona de mayor confianza del italiano. Unos meses antes de que estallara la segunda guerra, Ramponelli, mando a Grant a Nueva York. Grant viajo a Nueva York y se contacto con los socios de Ramponelli. En Nueva York supo del negocio del juego clandestino. Fue en esa ciudad donde Grant comenzó a elaborar su teoría política de los juegos de azar. De acuerdo con Bertuccelli, un efímero encuentro con Benjamín “Bugsy” Siegel, y el conocimiento del hotel Flamingo en Las Vegas, alcanzaron para que Grant concibiera de un modo más acabado la teoría acerca de la relación entre los juegos de azar y la prosperidad económica. Bertuccelli cuenta que Grant conoció a Andrés Rivero en Las Vegas. Andrés Rivero era un teniente coronel del ejército argentino, jugador compulsivo y agregado militar de la embajada. Rivero le hablo al escocés de Perón y del peronismo. Grant le contó sus teorías acerca de la relación estrecha entre la prosperidad económica y los juegos de azar. Rivero se entusiasmó con las teorías del escocés. El escocés, por su parte, se entusiasmó con el peronismo y con Perón. Bertuccelli cuenta que el militar argentino volvió a Buenos Aires, logró entrar en el círculo íntimo de Perón y convencer al mismo Perón de la posibilidad de construir una ciudad como Las Vegas en el desierto de la pampa. Unos meses después, Grant se embarco para la Argentina. Bertuccelli cuenta que durante los primeros años del primer gobierno peronista, Grant logró construir, en secreto, un hotel, un casino, y varias casas de estilo californiano en algún lugar ubicado entre Neuquén, Río Negro y La Pampa. El proyecto era ambicioso: Grant quería hacer una ciudad modelo en la que se plasmaran sus ideas políticas y sociales. Según Bertuccelli, rápidamente, la relación entre Rivero y Grant sufrió una serie de desencuentros que tuvieron como consecuencia el abandono por parte del régimen peronista, de la financiación del proyecto del escocés. Por lo cual, la construcción de la ciudad en el desierto de la pampa se abortó; solo quedaron el hotel, el casino y las casas. Sin embargo, el escocés, nunca asumió su fracaso. Y como si fuera una especie de monomaniático en el medio de la nada, se empecinó en mantener vivo el lugar. Fue así que, desde 1953 y hasta su destrucción en 1989, existió en algún sitio del desierto de la pampa, un puñado de casas, un hotel y un casino en el que vivieron unas cincuenta personas. La biografía escrita por Bertuccelli, concluye con cuatro apéndices. En el primero, Bertuccelli se afana en documentar cada una de las afirmaciones que fue desplegando a lo largo de las mil quinientas páginas. Su empeño es tan obsesivo y escrupuloso que, por momentos, logra el efecto inverso al buscado: el exceso de documentos y citas produce un raro sentimiento de incredulidad. En el segundo apéndice, Bertuccelli recopila y comenta las cartas en las que el escocés, desplegó su teoría acerca de los juegos de azar. En el tercer apéndice, Bertuccelli, reproduce fragmentos de entrevistas de gente que conoció al escocés. En el cuarto, recopila y comenta los escritos literarios del biografiado. Tal vez este sea el lugar mas inclasificable de toda la biografía. Hay poemas, poemas en prosa, reflexiones, aforismos, algunos pequeños tratados sobre asuntos estéticos y un centenar de anotaciones caóticas llenas de encanto y picardía literaria. Por otro lado, el trabajo de traducción de Bertuccelli es algo llamativo. Después de mil quinientas paginas en las que su autor muestra una devoción enfermiza con su personaje, Bertuccelli logra apropiarse de los escritos del escocés, escribiendo, en castellano, sus propias versiones. Precisamente, de este apéndice transcribo un poema y un poema en prosa con los correspondientes comentarios de Bertuccelli.

1-
Grant escribe un poema místico en el que la retórica mística aparece invertida: si en los místicos clásicos el erotismo sirve como metáfora de la unión divina, en el poema de Grant es al revés. En mi traducción traté de imitar el ritmo pedestre y deliberadamente antilírico del original ingles.


Es una mujer que lleva un cuchillo en la espalda;
lo saca de vez en cuando, ahí dónde menos se lo espera.
Y cuando lo hace, lo hace con la astucia del matarife:
hace una finta, mueve el brazo, confunde;
después tira la estocada. Siempre da en el blanco, por cierto.
Y su blanco no es la carne, si no las palabras,
o la rebarba de ciertas palabras:
ese plus ultra que se cuela en ciertos giros,
los excesos del sentimiento,
la música fúnebre del lugar común,
en fin: la solemnidad.
Se diría que usa el cuchillo como si fuera un bisturí,
con ese rigor.

Lo más curioso es el modo en el que mueve su cuerpo.
No sería exagerado suponer, por caso,
que lo mueve exactamente al revés de cómo empuña el cuchillo:
con la fingida elegancia del tigre,
estirando las piernas, logrando un imperativo:
que uno no pueda dejar de mirarla,
de raptarla, si es preciso,
aún sabiendo que esta mujer lleva un cuchillo en la espalda.

Pero cuando ella se entrega,
-cuando sucede esta rara felicidad-
deja el cuchillo sobre la mesita de luz,
al lado del velador,
para un segundo después,
darse vuelta, estirar los brazos,
cerrar los ojos,
y así,
dar una impresión contradictoria:
estar ahí nomás, a un milímetro de distancia,
y a la vez ida: como en otro planeta.

De un modo un poco absurdo,
y a pesar de las propias convicciones,
uno vuelve, entonces, a creer en el Apocalipsis,
a creer en la bestia y en las siete trompetas
a temer al misterio,
a rezarle al dios menesteroso del cristianismo
a cantar décimas
a imaginarse el purgatorio
a leer a Santo Tomás
y a San Agustín.

2-
El siguiente poema decidí traducirlo como si fuera un poema en prosa. Y esta decisión, como es natural, me llevo a desconocer la disposición grafica del original: ahora los versos aparecen como oraciones de un párrafo. El lector sabrá juzgar mi decisión.

Bienaventurados

Se dejan ver, con frecuencia. Caminando, buscan. Y no es un talismán lo que anhelan; al revés, es simple, bien simple: felicidad. Parir, cantar, reír; livianos, quieren ser; felices, quieren ser. Buscan. Si uno pudiera tomar distancia, diría, sin vergüenza, con cinismo casi, que son unos desquiciados. Aunque si esto fuera posible, no sería uno de ellos. Buscan una colina. Aunque el dilema no es la colina. El dilema es otro: el que ellos llaman, maestro. Y que se entienda, no es él mismo el dilema, es algo más azaroso, fatal. El podría intentar ser otro; incluso, con cierto entusiasmo promulgar una ética desorbitada, festiva, y aun así, seguiría siendo el que es, lo de siempre. Del mismo modo que nosotros, aún con nuestro empeño a cuestas, no lograríamos ser otros diferentes de ellos. Buscan, ellos buscan. Y no deberíamos engañarnos: a pesar de su hilaridad que a veces parece lastimar, están perdidos. Duermen. Desearían creer que el maestro que está de pié en la colina sabe lo que hace. Pero mal que nos pese, el maestro no conoce el guión de sus dichos; improvisa: dice lo que dice sin entender que lo que dice es otra, cualquier, fatalidad. Y la verdad, la pura verdad, si no fuera un abyecto anacronismo, si no fuera una grosería, si no fuera que eso, lo que el maestro dice en aquella colina, si no fuera que esas palabras conservan una belleza esotérica, una belleza que agujerea el tiempo como una piedra de mercurio, si no fuera eso, digo, uno siente la tentación de pensar que el maestro no es más que un títere, un melancólico títere. O un desquiciado. Aunque ellos sigan emperrados. Con la dura obstinación del que no tiene qué perder. Y aunque se los vea hermosos; a ellos y al maestro. Ciegos, buscan. Como nosotros. Que somos ellos.

2 comentarios:

  1. Grant estaría feliz en Palermo con las nuevas maquinitas que Macri quiere agregar, no hace falta irse a La Pampa para timbear ahora. El poema me hizo pensar en alguien: D.V. No se porque, ya lo hablaremos. S.H.

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  2. Sil. Igual, en la Patagonia suena mas romantico que cerca de Macri, no? Lo del poema, puede ser, aunque no fue aproposito. Gracias, Marcos.

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