viernes, 15 de octubre de 2010


Ahora Julián está sentado sobre una banqueta de lona cruda, con la espalda contra la pared, un cigarrillo apagado en la mano, sin saber si quiere fumarlo, sin encenderlo, siquiera, tratando de seguir las palabras que salen de la boca de la mujer que tiene enfrente. La mujer habla. Habla y mueve el cuerpo de una forma que a Julián – que está vestido, todavía, con el uniforme del colegio, con el ridículo uniforme del colegio – decía, entonces: la mujer mueve el cuerpo de una forma que a Julián le resulta, al mismo tiempo, monstruoso y divino. De modo que las palabras de la mujer, para Julián, se transforman en un murmullo repetitivo, sin contenido, algo completamente efímero, como si fuera la aburrida música de una sala de espera. Es que para Julián, con sus diecisiete años recién cumplidos, tener una mujer como la que tiene sentada enfrente es un acontecimiento de una magnitud tal que lo deja sin aliento. O no, justamente al revés: esa mujer, las piernas largas y enfundadas en medias negras de nylon de esa mujer provoca un maremoto sin rumbo en la entrepierna de Julián. Tal vez por eso Julián no escucha, no puede escuchar ni las palabras de la mujer, ni la música que suena a todo lo que da. La mujer habla. Este tipo, dice y señala hacia el parlante que está a su derecha, ¿sabés lo que hizo?, agarró lo mejor de la música negra, la metió en una licuadora, la mezcló con Bach, y la dejó andando, ahí, a la espera de que en algún momento explote la jarra y los vidrios salten en mil pedazos para todos lados.

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