viernes, 3 de septiembre de 2010

Secreta policía, dale, mueve tu cuerpo ahora, entre nosotros, los que vivimos lejos de tu gracia.


Es que la jornada pinta elegante y hay pocos que pueden darse el lujo de estar vestidos para la ocasión. Sumner canta sus dos canciones. Está solo. Agarrado a su guitarra como si fuera el mástil de una balsa a la deriva, con esa convicción. Lo veo y al tipo que tengo al lado, le comento: este sí que sabe lo que hace. Y pienso: la puta, qué barbaridad: esas canciones peladas, solas, con un rasgueo de guitarra que apenas si acompaña, y la voz de Sumner, nada más que su voz aguda, rasposa, que mientras gime frasea cada una de las líneas como si se tratara de un salmo suicida. Después me doy vuelta. Y creo ver algo. Veo a una prostituta debajo de una luz roja. Y a un pobre diablo en una isla, rodeado de miles de botellas con mensajes de otras islas solitarias. Vuelvo a Sumner, entonces. Acaba de terminar sus canciones. Saluda. Y aunque no le creo, sus gestos parecen convincentes: finge humildad como si no fuera conciente del peso de las canciones que acaba de interpretar. Es que Sumner conoce el paño, carajo: su sonrisa vuelve pueril cualquier intento de dandismo.

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